Vista en el mapa del planeta, Cuba aparece como una estrecha lengua de tierra ante las fauces abiertas del Golfo de México. Colón topó con ella en su primer viaje, pero la base de operaciones de los conquistadores se estableció en la cercana isla de Santo Domingo. Obsesionados por la fiebre del oro, los colonizadores se apresuraron en asentar las primeras villas en nuestro territorio, boscoso y feraz, donde el ganado se multiplicaba en libertad entre tanto pasto natural. Muy pronto, defraudados por la escasez del metal precioso, los más audaces se lanzaron a otras aventuras en México y en la Florida. Cuba parecía condenada a agonizar en anemia incurable y una demografía en descenso.
Con el descubrimiento de América y la inicial acumulación capitalista, el Atlántico se convirtió en espacio privilegiado para el tráfico mercantil. La corriente del Golfo impulsaba el recorrido de las naves hacia el Viejo Continente. Cargadas de bienes, las flotas se agrupaban en La Habana buscando protección ante los huracanes y los posibles ataques piratas. La Habana creció sobre la base de una economía de servicio. Ofrecía albergue y diversión a marineros, funcionarios, aventureros que sobrepasaban en mucho el número de pobladores radicados permanentemente en la ciudad. Las miradas de todos convergían en el contacto entre la América hispana y Europa, en la otra orilla del Atlántico. En el resto de la Isla, lejos de la observación de los veedores, se contrabandeaba ganado y pieles, con la mirada vuelta hacia el Caribe.
Por razones económicas y geopolíticas, la Isla se convirtió en objeto del deseo para las potencias europeas rivales de España y se vio involucrada directa o indirectamente en guerras seculares. No en balde la llamaron Llave del Golfo y Antemural de las Indias Occidentales. El ejemplo más notorio fue la toma de La Habana por los ingleses. Para recuperar la ciudad, España tuvo que pagar un duro precio. Consecuencias mayores y a largo plazo tuvo la Revolución de Haití, que la convirtió en monoproductora y dependiente del comercio internacional, a la vez que multiplicaba la infame trata de esclavos y acrecentaba la violencia en las condiciones de traslado y explotación de los negros. Desde fecha temprana, los criollos empezaron a percibir que el yugo colonial era lesivo a sus intereses. Aparecía una cultura diferente, expresada en las primeras manifestaciones artísticas y en una sicología social traducida en costumbres, valores y estilos de vida. Así lo observó el historiador Arrate desde el siglo XVIII. Poco a poco tomaba cuerpo una capa intelectual refinada, abierta a los cambios introducidos por la ilustración, ansiosa por asimilar en función del desarrollo local lo más avanzado del mundo. Sus contribuciones se reflejaron en la filosofía, en un naciente saber sociológico, en la literatura, en la ciencia y en la paulatina introducción de nuevos ritmos musicales. Comenzaban a diseñar un país y buscaron vías para sacudir el yugo. Los intentos reformistas chocaron con la intransigencia de la metrópoli. La trampa siniestra de la esclavitud retrasaría el proyecto independentista. Algunas voces consideraron la posibilidad anexionista, duramente abatida por José Antonio Saco, que comprendió de inmediato los vínculos esenciales entre cultura y nación y la semilla suicida contenida en el proyecto.
La tentadora Isla situada en la boca del Golfo sería campo experimental para un proyecto de largo alcance que sobrepasaba otra vez sus dimensiones físicas. La intervención norteamericana implementó aquí el primer modelo neocolonial. Contaba con la ominosa Enmienda Platt. Por múltiples vías, la economía quedaba aherrojada a una implacable dependencia, que frustró indispensables reformas estructurales, expandió el latifundio azucarero, impuso aranceles que cerraban el paso a otros mercados, hundió en la miseria a un amplio sector del pueblo e intentó sembrar la pérfida noción de fatalismo geográfico.
Con el triunfo de la Revolución, el tamaño de la Isla se agigantó. Ahora, su presencia internacional se debía a su enorme autoridad moral en un mundo que luchaba por la plena descolonización de los territorios periféricos. «Cese la filosofía del despojo», reclamó Fidel Castro en Naciones Unidas ante una audiencia subyugada. Ese reclamo adquiere hoy una vigencia estremecedora.
No soy historiadora. Pero el tránsito de un año a otro impone siempre un momento de análisis, balance, reflexión y rediseño de nuestros planes personales y colectivos. El 2014 concluyó con la inmensa alegría popular por el regreso de Gerardo, Antonio y Ramón, ratificada en la comunión de todos en torno al concierto de Silvio. En todas partes, los medios se centraron en la noticia del restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos.
Cuba nunca ha sido renuente a negociar sobre la base del respeto mutuo. Recordemos tan solo un hecho de extraordinario dramatismo. Fidel conversaba con el reconocidísimo periodista francés Jean Daniel, enviado personal del presidente de Estados Unidos, cuando recibió la noticia del asesinato de John F. Kennedy. El anuncio de la restauración de las relaciones diplomáticas entre ambos países señala un paso de avance en favor de la edificación de un mundo más civilizado, donde convivan en paz sistemas de naturaleza diferente. No renunciamos a nuestro proyecto emancipador en nuestro espacio natural, el de América Latina, abiertos a un intercambio multidireccional.
Es un primer paso. La maraña jurídica del bloqueo no puede desarmarse de un día para otro y tropezará con sectores de resistencia en grupos políticos norteamericanos. Se perfilan nuevas perspectivas, pero los panes y los peces no lloverán de inmediato. En este proceso de reajuste es necesario afincar una conciencia lúcida respecto a quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Es hora de estudio y trabajo, de saber mirar con objetividad hacia dentro y hacia afuera, como supieron hacerlo los fundadores de la cultura nacional.