¿Lo harán buscando originalidad? ¿Para parecerles «irresistibles» a los clientes? Me gustaría pensar que se trata de un acto «inocente», que solo persigue asestar un golpe de efecto. Sea de ese modo o no, lo preocupante es que se abran paso entre nosotros estilos de vida que están acuñados en los ideales de una cultura de masas ajena a nuestras raíces.
Si les preguntas a los mayores, quizá levanten unos hombros que querrán decir que únicamente quieren ser «diferentes», un poco chic; vaya: ¿gente con swing? Semejante a esos otros que, a veces en medio de un calor infernal, han colmado los establecimientos, incluso estatales, de barbas blanquísimas y gorros rojísimos de Santa Claus o Papá Noel.
Al menos a mí esos disfraces me parecen un tanto ridículos, la verdad —¡perdón, no he querido ofender!—, a pesar de que comúnmente lo asimilo como «natural» en esas películas navideñas de clase Z, realizadas por una industria experta en hacer muy comprensibles sus mensajes, y que se especializa cada vez más en la mercantilización de la circulación de la cultura, y en pluralizar signos y símbolos a escala global; una industria que conoce el crecimiento del papel de la imagen en la formación de las relaciones de poder y de hegemonía.
Claro, no es que crea que esa «extranjerización», incluso «americanización» que empieza a observarse, signifique la asimilación efectiva de los grandes valores de la cultura occidental clásica; pero debería preocuparnos la alienación, la deculturación y la despersonalización que acompañan semejantes modos de manifestarse.
Me apresuro a esclarecer que como la mayoría de mis compatriotas me sentí entusiasmado cuando el pasado 17 de diciembre el Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, Raúl Castro, anunció que se había acordado «el restablecimiento de las relaciones diplomáticas» con Estados Unidos, aunque «esto no quiere decir que lo principal se haya resuelto», que es el bloqueo económico, comercial y financiero, que provoca enormes daños y que debe cesar.
Sin dudas, a partir de ese día empezó a escribirse una nueva historia en las relaciones entre nuestros países, mas las bendiciones del anuncio no pueden hacerme olvidar a aquellos despiertos pequeños recorriendo las casas de los vecinos, recogiendo chucherías y haciendo «suyas» la noche «de Halloween», sin entender apenas de qué se trata tanto maquillaje y máscaras, elegidos por unos padres que posiblemente muy poco saben de la fiesta pagana que se asentó en Estados Unidos, traída por la inmigración europea, y sobre todo por los irlandeses católicos.
Lamentablemente, por lo que se aprecia en los casos mencionados, no me refiero a individuos que han quedado deslumbrados, por ejemplo, ante la potente y auténtica cultura norteamericana, sino de aquellos cuyas aspiraciones se centran únicamente en esa supuesta realización personal, que solo se consigue a base de consumir de modo desmedido.
Aunque lo narrado no constituye un fenómeno que haya tomando fuerza en Cuba, no estaría de más prever qué podría suceder si mañana miles de turistas estadounidenses arribaran a la Isla; si, eliminado el bloqueo, ambas naciones comenzaran a participar en un proyecto conjunto de relaciones sociales, culturales y económicas.
De darse ese paso tan esperado, estaríamos también ante un enorme desafío. Habría que librar con total responsabilidad una batalla principalmente cultural, pero también ideológica, a partir del enfrentamiento que ocurrirá entre el modelo capitalista, que compulsa a querer siempre lo «último», y el socialista, imperfecto, sí, pero que privilegia la satisfacción espiritual de personas que no miden su éxito por los bienes materiales que acumulan; que privilegia la plenitud y desarrollo integral del ser humano.
Complejo, porque en verdad el capitalismo ha aprendido a vender sus productos con glamour, con un empaque atractivo, procurando siempre la belleza, mientras que no faltan quienes asocian el socialismo con lo feo, lo aburrido, lo escaso, a partir de las propias condiciones de subdesarrollo, acoso y aislamiento en que debieron sobrevivir los proyectos políticos que en el mundo optaron por esa opción.
El caso es que en la actualidad resulta imposible vivir metidos en una burbuja; hay que abrirse a un mundo en el cual se generalizan y popularizan los valores de la sociedad de consumo, provocando un verdadero cambio de mentalidades, de costumbres y de ética que pone en peligro los valores y tradiciones nacionales.
Está comprobado que cuando el consumo constituye un vector fundamental en la producción de sentido y de valores, lo que viene después es el abandono del compromiso social, político y moral; además del rechazo de las tradiciones y los conocimientos, que aparentemente son difíciles de convertir en éxito, cuando de lo que se trata es de conseguir el triunfo personal.
Al peligro real de la colonización del espíritu que nos acecha, debe oponérsele esa cultura verdadera y viva que nos distingue, y que sintetiza la identidad de un pueblo que siente orgullo de sus expresiones populares y folclóricas, de sus tradiciones. Pero ¿cómo hacer que ese valioso patrimonio que constituye el alma de la nación forme parte de la conciencia común de todos, al punto de que nos reconozcamos en él?
El antídoto está en ese enorme talento que existe entre nuestros jóvenes, en los miles de egresados universitarios, los cientos de investigaciones que pudieran mostrarnos mejores caminos para continuar despertando ese amor a lo propio, y el imprescindible sentimiento de pertenencia que nos motive a percibirnos, a pensarnos, a sentirnos, a soñarnos por nosotros mismos.
Cierto que en el mundo se observa en la actualidad una crisis generalizada de identidad, pero nosotros, con nuestra gran cultura, todavía podemos no solo construir ese socialismo próspero y sostenible, sino, sobre todo, salvar lo que hace un buen tiempo reconocimos como lo primero: la cultura.