A Líber todavía no le gusta la escuela. Prefiere las antiguas carreras y juegos del círculo infantil a estar tantas horas sentado atendiendo a la maestra. Aún no conoce todas las letras, no sabe leer ni escribir, pero la primera palabra que quiere aprender es «pañoleta».
No entiende bien todavía por qué unos en su escuela la llevan azul y otros roja, pero esperó por este miércoles más, incluso, que por su cumpleaños.
Mamá le explicó que un 8 de octubre murió el Che, y aunque él ha escuchado mencionar ese nombre, no sabe de su viaje en motocicleta por varios países de Latinoamérica, ni de la amistad que lo trajo a Cuba en el Granma, ni de las madrugadas con asma —la misma enfermedad que su hermano padece—, ni de sus luchas en el Congo o Bolivia.
No puede entender a sus seis años quién fue Ernesto Guevara, pero percibe que debe ser alguien importante y querido, porque para recordarlo la escuela estuvo de fiesta y los niños repiten que quieren ser como él.
Un compañero de aula, a quien apenas conoce (solo ha pasado un mes desde que empezara el curso), expresa orgulloso que lleva el mismo nombre del Guerrillero Heroico, porque nació un 14 de junio.
Tampoco él sabe de la Batalla de Santa Clara, de su discurso en las Naciones Unidas y mucho menos que se convirtió en un santo por allá por La Higuera boliviana. Le basta entender que fue bueno y justo, como le ha dicho su papá.
Líber y Ernestico se sientan juntos en la segunda mesa de la fila del medio y hoy ellos no han parado de hablar del Che.
Aunque siempre uno llega muy temprano, cuando abuelo lo lleva en bicicleta, y el otro como vive muy cerca sale de casa más tarde y se demora más, esta mañana se han encontrado en la puerta de la primaria y han entrado de la mano.
Como si hubiera sido una tarea, Líber le comenta a su amigo: «¿Sabías que no era cubano (aunque ni sabe dónde queda Argentina) y que fue médico, como tu papá? ¡Y dice mi abuela que le gustaban los niños!».
Entonces, con la misma alegría con que unos años antes identificaban los colores, reconocen el rostro del rosarino en los cuadros del pasillo y del aula, la valla que se ve desde la esquina, el pulóver del director…
«Yo también quiero viajar por el mundo liberando a los pueblos», ha dicho uno entusiasmado. «Y yo voy a dejarme el pelo largo», ha respondido el otro.
Sin dejar de soñar, ya están formados en la plaza. Y en el colofón de un acto muy bonito, a Líber y a Ernesto, como a sus compañeros, por primera vez les pone la pañoleta azul.
Hoy será un día inolvidable, porque los dos pequeños andan recorriendo la Sierra, durmiendo en hamacas o disparándoles a los guardias de Batista. Se imaginan vestidos de uniforme verdeolivo, montados en un tractor en plena zafra, cortando caña…
Líber y Ernesto sueñan mientras permanecen firmes en la formación. Es como si la pañoleta les hubiera anudado un par de recuerdos «guerrilleros». Y quieren ser rebeldes, aunque por el grado entren en la categoría de moncadistas. Son de los barbudos y luchan por la libertad, como en algún juego de computación.
De momento, una niña ha gritado la consigna desde la tribuna. No hacen falta más hechos. No saben ahora mismo por qué, pero lo tienen claro: ¡Seremos como el Che!