Mi nombre es una mezcla graciosa de santoral de cumpleaños con la fiebre «yuyuyú» de los pasados 80. La segunda parte me vino sola por el almanaque; esa no tuvo ni ha tenido nunca discusión. Pero la primera fue un capricho hasta simpático de familia que no podía dejar que el niño fuera menos que los demás. Eso de llamarse Daniel, Alejandro o Ángel, como mi padre, en tiempos en que los Yosnovi, los Yokadys, los Yulkemis, las Yasneiky y los Yoanky, demostraron que sí valía el invento, podía sacar al bebé de la moda. Y no había por qué.
Al final, con estas denominaciones tan variopintas, la mayoría ricas en «k» como sobredosis de cierta vitamina soviética que se tomaba por entonces, acabamos poniéndole una soltura prácticamente insólita a la creación léxica en el español de este lado del Atlántico caribeño, en una suerte de remanentes simbólicos de importación que se diluyeron en nuestro ingenio criollo para proveernos de todas esas «celebridades» nominales que andan de cuerpo entero por ahí, orgullosas, muchas veinteañeras y hasta treinteañeras ya.
Y uno crece, crece y crece. Y suena bien escuchar: «Mira qué linda Yukimilikeiky cómo se babea con la maruga». O, «Yankiel, no juegues con los mocos». Pero siempre se nos han hecho menos inimaginables, al menos por nuestras representaciones tan tradicionalistas, los nietos de Yoanka tirando piedras con los de Yensislay, la dentadura postiza de Yusimisisleidys puesta sobre la mesita en que recuesta su bastón Yadilko, o la discusión de Yanisley y Yendry por ver a quién le toca entrar primero a la consulta con el geriatra.
Son escenas que nos irán copando de a poco en un país con canas de cincuentón entusiasta que envejece cada día más, y que ha de superar sin estigmas las meras formalidades de cómo nos llamemos, aunque no sepamos a qué obedece ni la semántica nos permita dar fe referencial de algo más allá.
No hay por qué establecer una correspondencia entre el calificativo verbal y las actitudes del sujeto en sí mismo o como grupo social, con todas sus experiencias de vida que, aunque ligadas de algún modo a ciertos condicionamientos históricos y epocales, no resultan inamovibles ni absolutas. Pero por encima de los nombres propios gravita una diferencia que rebasa las heterogeneidades y hasta los simplismos de tal o más cual denominación, y que decide, y que influye, y que lastra en el tejido social.
Ayúdeme, por favor. ¿Será lo mismo una cafetería denominada El girasol, La esquina, Los chinos, El rincón y La caliente, a otra que, con la intención de ponderar la «sabrosura» de su producto insigne, ha asumido, supuestamente con gracia, el paródico mote de «Pizza pa’ que suene»?
¿Resultará igualmente aceptable un alojamiento de paso, especie de hostal, con el nombre de Andrés, La noche, El delirio, a uno que se hace llamar La Clavada?
Me afilio con un agrado inestimable al doble sentido. Y ahí nos ha quedado el legado cubanísimo y campechano de El Guayabero con los bailes de Marieta. Pero algo completamente distinto, antítesis de toda lógica respetuosamente creativa, se nos contrae en ciertas denominaciones burdas, facilistas y pedestres que parecen ganar terreno en tiempos de cuentapropismo y la entendible necesidad de encontrar ganchos promocionales y de darle publicidad a nuestros emprendimientos.
Y es que este tema, aparentemente filológico, no se ubica en las antípodas de los caminos por los que se conduce el país hoy. La actualización económica, más allá de nuevos modos de gestión, reordenamientos territoriales y sectoriales y cambios en la organización y las funciones, tanto de las empresas como de ciertas estructuras administrativas del Estado, ha de llevarnos hacia determinados imperativos en nombre de la forma, o sea, hacia maneras que establezcan una mayor observancia social a estos fenómenos desde los espacios de construcción y revisión ciudadana en que habitamos.
Corresponde velar por un mayor cuidado de las denominaciones y los anuncios públicos. Las instancias gubernamentales del nivel local, las direcciones territoriales de Planificación Física y las instituciones públicas de cada lugar —entiéndase especialmente como tal los centros recreativos y educativos— pudieran contribuir en cuestiones formativas y de alertas tempranas ante dislates que a la larga ahondan la desfachatez, y en los que no queda claro el límite del rejuego y la espontaneidad con la expresión maniquea y desabrida.
Pienso que de igual forma habría que articular algún mecanismo que ausculte, diagnostique y corrija los problemas ortográficos en no pocas «paladares» o cafeterías. Que no se asombre nadie; no quiero que quienes lean este artículo acaben tildando a este reportero de alarmista o exagerado, pero he visto en parrillas por ahí: «puelco», «vayonesa» «toltilla».
Acabar con deslices en la escritura y mitigar ese tipo de vulgaridad mojigata que se parapeta en lo que pudiéramos llamar la «seudosimpatía» con el público, bien a través de un nombre o una frase, no debe ser algo tan difícil como para permitirnos tiempos largos en la reversibilidad de una eclosión de designaciones de todo tipo que ha venido aparejada a emergentes formas de gestionar la economía del país, formas que también han de implicar mejores formas al decir, que a la postre son también mejores para atraer, invitar, proponer y conseguir.