«¡De que vas a caminar, vas a caminar! Ya está bueno de cargarte». «Pero, niño, cómo vas a ser eso, cómo vas a rayar las paredes de la casa del vecino. ¿Tú no te das cuenta de que esa gente son como familia para nosotros?». «¡Qué susto! Cuando a mí me dijeron que te habías embullado con dos o tres muchachos del barrio a comerte unas semillas de piñón botija, que eso es venenoso, creyendo que era igual que la almendra, casi me da un infarto».
«Fíjate bien, si me vuelven a dar quejas en la reunión de padres de que estás conversando en el aula, no vas a salir más a jugar». «¿Tú estás loco? ¿Cómo te vas a fugar de la escuela al campo? Es verdad que después que ustedes crecen acaban haciendo lo que les da la gana».
Pese a que buena parte de este inventario de regaños vaya a mi nombre, considero que no por ello he sido un mal muchacho, más bien peco de tranquilo, al extremo de que reconozco que la precocidad y los excesos nunca se han sentido cómodos conmigo.
Pero por más que este temperamento medio flemático me convierte en un tipo calmoso, insisto en que tampoco he dejado de provocarle malestares a mi madre, berrinches que con el trepidar del almanaque se nos han vueltos simpáticos en el patrimonio de los recuerdos familiares, furores momentáneos que confirman, a la postre, cuánto de cariño y calma implacables habitan en esos seres para los que mayo siempre reserva uno de sus domingos.
Pudiera contar varias anécdotas graciosas, casi todas terminadas con un pellizco silencioso o un haloncito de orejas, aunque mucho más hubiera merecido. Pero la inolvidable es la del puñado de arena. ¡Qué día aquel!
Tenía 12 años, había terminado mis clases de séptimo grado y ya iba para la casa conversando con dos o tres colegas de aula cuando, al llegar a la esquina de la escuela, vemos un camión parqueado. Se le ocurre a uno de mis socios acompañantes retarme a que yo no era capaz de gritarle o hacerle algo al conductor. Me sentí desafiado, y uno sabe cuánto significa a esa edad quedar mal frente a los compinches de juegos. Yo, más decidido que nunca, les respondí resuelto: «¿A que sí?». Cogí entonces un puñado de arena de una pila que tenía un vecino cercano y, sin cavilar mucho, se lo lancé a la parte delantera del vehículo.
¡Qué locura, las cosas que uno no piensa! No habían acabado de caer aquellas partículas sobre el timón, el cristal y los asientos, y ya el chofer estaba en el suelo. «Quién fue, díganme ahora mismo quién fue, que lo voy a llevar hasta la casa de él para decírselo a sus padres», gruñó aquel tipo de casi dos metros de alto con voz de trueno. «Fui yo, chofe, fui yo, pero fue sin querer. Estábamos jugando entre nosotros y... me equivoqué», le murmuré instantáneamente, sin razón alguna, por supuesto. «Pues monta, monta que de esto se va a enterar tu mamá». Recogí la mochila bien asustado y, a diferencia de mis amigos, no llegué a pie aquella tarde al barrio.
Imagínense el aspaviento en pueblo chiquito. Todos los vecinos se asomaron con el ruido y los pitazos del camión. Mi mamá, al avistarme por la ventana del cuarto, echó el palo de trapear a un lado y salió rápidamente a la puerta. «Buenas tardes, qué fue lo que pasó», preguntó entrecortada, sorprendida. Y el hombre enseguida la sacó de dudas: «Mire, señora, el problema es que...». Y ya se sabe lo demás. Ella, que es de pocas palabras, se puso de dos o tres colores al mismo tiempo. Me consta que hubiera querido que la tierra se hubiese abierto en dos tapas para tragársela junto conmigo, porque el chofer quería sangre, castigo, como si él no hubiera sido nunca muchacho.
Aquello me costó caro, caro, carísimo. Y no lo volví a hacer más. Pero las madres, por mucho que se ofusquen o se sientan mal a causa de nuestros desvaríos, acaban disipando esas cóleras de circunstancia y remontándolas con un afecto único, «emberrinchinadamente» caprichoso por los hijos. Y lo creo confiado: ni la tierra nos «comió» ni nos podía «comer» aquella vez, ni ha sido ese mi último fastidio.