Allí está, en ese último reducto del desfile que nunca quiere abandonar la Plaza de la Revolución, como si esperara alguna aparición súbita, un golpe de suerte que lo transformara todo de una vez. Pero el viejo guerrero, brasas de alegría en la mirada, no por diablo sabe que todo cuesta Dios y ayuda. Que siempre estamos entre el imperialismo y la pared, pero a veces contra el muro que nos levantamos unos a otros. Y confiesa que hay que sacudir la mata, Raúl, como en aquellos tiempos primeros de la Revolución. Lleva un cartel que reza: «¡Abajo la resistencia burocrática! ¡La Revolución es de los trabajadores!». Hace tres años lo levanta cada Primero de Mayo. Maltrecho ya y nunca agotado, el personaje exhibe un tropel de medallas en su pecho.
Ha venido todos los Primeros de Mayo, desde aquel iniciático de 1959, cuando Camilo Cienfuegos trajo a los campesinos a caballo, a conquistar la ciudad. Emerge siempre dispuesto de todas las batallas, huelan a pólvora y sangre o a sudor. Intransigente en su credo amoroso, fidelista hasta los tuétanos, me ruega: nada de fotos, nada de nombre.
Ese camarada, digamos X, es capaz de estremecerse aún, «después de tanto tiempo y tanta tempestad». Olvídese, sentencia, que si esta Revolución estuviera agotada, la gente no viniera hoy, como todos los años. Hay algo muy fuerte que nos ha marcado. Pero ya lo dijo Fidel: si no la cuidamos, si no pegamos el oído al pueblo, seremos culpables, como el que le aguanta la pata a la vaca.
El viejo padece fiebres de inconformidad, porque sufre a esos que echan por la borda lo que tanto ha costado. Por eso también vino este Primero de Mayo. Zafras, recogidas de café, Plan Cordón de La Habana, musita en un rosario de recuerdos a tropel. Memorias del esfuerzo, a veces desorganizado, pero con pasión. De la entrega, del Che.
Y hoy solo se preocupa porque rescatemos el trabajo del fondo del pozo de la abulia y la desidia. El trabajo será nuestra única salvación. Trabajo con honradez, no «lucha» por sobrevivir y primar en la selva de las distorsiones. Trabajo amoroso y con fijador, que atraiga y seduzca. Trabajo que ventile y mejore nuestras vidas, que premie a los excelentes, a los imprescindibles.
El guerrero sabe que ya casi debemos entregarles el país a esos jóvenes que desfilaron junto a él. Y se pregunta si estamos preparados para pasar el batón e irnos a dormir tranquilos. El combatiente de mil batallas, sudoroso me advierte que debemos recomponer todo lo que se nos ha transfigurado. Por eso apoya medidas y actualizaciones, pero alerta contra las cegueras de los mecanismos y contra la ingratitud, la amnesia de lo que nos ha traído hasta aquí, con virtudes y defectos.
Claro que el viejo habla con sencillas palabras, y este interlocutor las procesa en su almacén de preocupaciones. Porque, al final, por eso desfilamos muchos este Primero de Mayo, para dar una señal de que no claudicaremos hasta poner orden, respeto y cariño en la sala, los cuartos y hasta el traspatio de esta gran familia que es Cuba.
El guerrero me pide discreción y anonimato, con la fuerza de los montañeses que bajaron de las lomas un 59. Y le juro lealtad. Mientras la Plaza de la Revolución se despeja y los papeles vuelan como esquirlas de tanta conjunción, el inconforme se pierde en la multitud con su bandera cubana sobre el hombro, para volver cada Primero de Mayo como una aparición. O quizá como una tenaz advertencia.