Me cuentan de un muchacho que se prostituye, en una populosa esquina de mi ciudad, al amparo de las oscuras noches; que se va con el primero que aparece por apenas una Cristal y una caja de Hollywood, por escapar de la abulia del puerto de mar pequeño y sórdido donde nació, de una familia desmembrada de amor y su desgano por la escuela, para venir a «la placa» a ganarse el billete fácil, cuando casi duerme en las calles.
Conozco a una muchacha que dejó los estudios porque ella no estaba «pa’ eso, sino pa’ las uñas de acrílico y los taconazos, el “pari” y el wisky fácil» que se paga, y le paga a sus amigos, con los «fulas» que le manda su mamá de Miami, quien los «lucha» cuidando a una viejita.
También he tratado de persuadir, sin conseguirlo, a un pelirrubio teñido de delirio con «la Yuma», que se levanta todos los días y, agriado, amenaza a su abuela con que «si no aparecen los papeles de mi bisabuelo español, me voy aunque sea en una patineta» para encontrarse, según él, con el «gran» sueño americano, el cual no trasciende el falso techo de sus aspiraciones, ceñidas a tener el carro del año, las zapatillas de marca, un montón de «jevitas», la cadena de oro y un poco de dinero para venir a especular acá con su «tribu» de la calle.
He conversado, también, con un joven preso. Llamó equivocadamente a mi casa. Creía que era «la pública del Curial» y cuando dije no, quiso hablar unos minutos con una voz, aunque extraña para él, pero fuera de aquellas paredes, atreviéndose a confesarme que está allí por el robo de una bicicleta, que si le diera a «la película pa’tras» no volvería a hacerlo, porque «el tanque es duro».
Pero, por cada uno de estos que existen, mostrando una imagen que pareciera apuntar a la perdición juvenil, conozco a cientos, a miles de jóvenes en las escuelas de barrio, alumnos o maestros, por las fábricas o el campo, ocupados y preocupados por devolverle a esta Isla su hermosura innata de valores patrios, para que el ciudadano ande con la frente alta y pueda tener también el bolsillo pleno, en la dimensión de lo necesario y justo.
Son esos que no quieren montarse en otro barco que no sea esta geografía y poder crecer, en lo personal y lo colectivo, como las sencillas palmas; los que se despestañan sobre libros por una prueba de ingreso a la Universidad, los que buscan redescubrir, con manos propias, la generosidad productiva de esta tierra, quienes desde la máquina más moderna de una fábrica le encuentran el sabor, todavía, a embarrarse de grasa las manos y a desplegar a todo trapo una sonrisa, si el mecanismo roto comienza, otra vez, a andar. Millonarios de esencias, que necesitan también lo material y humanamente posible, pero que, en lugar de encandilarse con lo fatuo, sueñan y actúan.
¿Que la juventud está perdida? Esa es una mentira histórica. Desde los tiempos de la Grecia antigua ya un filósofo como Sócrates, quizá olvidando las travesuras de sus años mozos, afirmaba: «Los jóvenes de hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida y le faltan el respeto a los maestros». Prefiero a Martí, a mi José de la calle Paula, quien dijera, aludiendo al destino de los pueblos, que las raíces viejas han de alimentarse de la savia nueva del retoño, para que nunca lleguen a pudrirse.
Por eso digo, que me encanta contagiarme de ese aroma contenido en la muchacha que aún tiembla ante la sencillez de una flor y un verso susurrado al oído, o del muchacho que rapta una guitarra, como quien se lleva a su amada, para amanecer en los parques sin humos ni alcoholes. Me encanta esa brea joven que, desde una conga o con banderas, arrolla por las calles para subir, indetenible, la sagrada Escalinata y ofrendar su talento al Alma Máter o escalar el pico más digno de la Sierra por besar al Maestro. Vigías permanentes de mirada firme en el horizonte, porque nadie ose convertir nuestra Bandera, ¡nunca!, «en menudos pedazos».