Supongo que a todos nos persigue la infancia. La mía lo tiene más cómodo: me atrapa muy fácilmente porque, con mis problemas de huesos, muy poco puedo correr. Y así, a cada rato una historia del pasado detiene mi apuro y me ordena:
—¡Vamos a conversar un rato!
Hace poco, mirando lo que le pasó a mi Daniel en un intercambio de regalos con los niños de su aula, sentí como nunca que la vida es un círculo: igual que a él, muchos años atrás a mí me dejaron esperando mi obsequio.
Estaría en tercer o cuatro grados, de modo que no pasaría de los nueve años. Mi familia, más pobre que la sequía, hizo sus esfuerzos para que yo llegara esa tarde a aquella escuelita de Santa Cruz del Sur con un presente, pero el alivio me duró poco porque la niña que debía regalarme no fue ese día, ni el otro, ni el otro, ni el otro…
Esta tarde miraba un documental muy premiado hace una década. Me impresionó la historia de una solitaria pastora de carneros: mientras los animales hacen un verde festín, ella, trepada en un árbol, teje maravillas, mitad con sus manos, mitad con sus sueños.
Por un instante vi en aquella cara el soplo de brisa conocida, pero la hondura de la historia me impidió distraerme. Solo en los créditos finales, que uno lee para honrar en silencio a quien hace algo valioso, comprobé que aquella tejedora que la televisión devolvió al mundo era, en efecto, Nancy Barreiro, la niña que hace unos 36 años dejó una enorme espera en mis manos.
A veces, con todo y sus achaques óseos, es uno quien debe perseguir su infancia para enmendarle las grietas. No importa cuánto ella corra; en esos trances, debemos alcanzarla y exigirle:
—¡Escúchame tú…!
Esta tarde, mientras conocía por primera vez la historia de la pequeña Nancy, mientras me enteraba por sus labios que una madrugada se escapó de casa para irse con su abuela al campo y allí cuidarla, aprendí a apreciarla y sospeché que en aquella fuga pudo perfectamente irse a bolina mi regalo.
Pero no: cuando le vi el amor a sus animales y aprecié sus tejidos embelleciendo el viento cual banderas de paz en el potrero, cuando leí en su vida la rara poesía que escriben los dolores, cuando entendí que aun exiliada en el monte por pura voluntad la civilización tuvo que ir a mirarla y a indagar sus porqués, me di cuenta de que aquella pequeña rubia y colorada que alguna vez lloró en el aula no me debía nada.
Yo he sido sin dudas el más afortunado de mi grupo de tercero o cuarto. A mis 45 años, acabo de abrir en mi televisor el portentoso regalo de Nancy Barreiro.