CARACAS, Venezuela.— Era un señor de unos 75 años, tal vez más. Caminaba por una calle en el este de la ciudad hasta que chocó con un singular cartel: «No pase».
Pero no solo eran las letras prohibitivas. La enorme cerca de malla, colocada de lado a lado por quienes se empeñan en desestabilizar el país, impedía el paso de las personas de cualquier edad.
Alguien, molesto, bajó unos centímetros aquella pared metálica y por ahí mismo saltó. Otros lo imitaron, y así, la cerca fue bajando hasta la altura de la cintura de un hombre medio.
Cuando el viejito llegó al punto del cruce, había una pequeña montaña de basura, construida por los peatones ex profeso como pedestal ingenioso para sobrepasar la alambrada.
Él miró para todos lados, subió a la lomita y, temeroso, colocó el pie derecho en la cerca medio derrumbada. Mas, no tenía fuerzas en la pierna de apoyo para empujarse hacia adelante. Lo intentó a la inversa, un rato, otro rato más... y nada.
Su rostro se llenó de rubores, sus manos de sudor, el alma de impotencia. Dio la espalda, dijo dos o tres palabras fuertes, le habló a un joven que iba en bicicleta y que, sin duda, superó después el obstáculo.
No sé si al final el pobre hombre tomó un camino más largo que lo condujo a su destino. Lo cierto es que por esa calle con «dueños» no pudo pasar y que su existencia se acortó aquel día con el fastidio generado por la barricada y el cartel.
En estas fechas en que muchos intentan cercar de mil modos a Venezuela, poco se ha hablado de historias como las de este ser humano, que vivió un episodio mil veces humillante.
¿Cuántos otros tuvieron que regresar? ¿Cuántos otros no pudieron salir de su casa porque diez o 12 decidieron que en su «sector» había cierre? ¿Cuántos perdieron mucho más que tiempo por el capricho de unos pocos con el signo de un partido político?
Poco se ha escrito de la mujer que, adolorida en el pecho por la alta tensión arterial, llegó fallecida al hospital después de dos horas y media de tranque en una avenida principal de la ciudad. O del cortejo fúnebre de un famoso músico venezolano, preso en el absurdo de una barricada que, para colmo, imposibilitaba el acceso al lugar del eterno reposo.
Y aún menos se ha dibujado el drama humano que han pasado miles de habitantes de San Cristóbal, en el estado occidental de Táchira. Allá, las famosas murallas, hechas hasta con troncos de árboles y piedras gigantes, han impedido la entrada de comida, de combustible, de vida.
Un día tendrá que pintarse, con todos sus detalles, esa manera antihumana de pretender hacer política, de segregar a seres de carne y hueso, de destilar el odio, de dividir, reprimir, acorralar, aniquilar salvajemente.
Y esa pintura, que no nacerá en los más poderosos medios de comunicación, deberá tener por lo menos un rótulo, un pequeño título que sentencie que todas las personas de este mundo —no importan ideologías o edades— tenemos el derecho de vivir y de hacerlo en santa paz.