«Si hubieras visto… Le cayó a puros golpes porque no lo quiso pelar a la hora en que cierran. El barbero terminó en el hospital. Y por nada», así contaba recientemente un colega de trabajo sobre una discusión que se salió de control y terminó convertida en hecho violento.
Esa misma noche, en un centro nocturno, las cortinas se cerraban con otro incidente en que dos individuos convirtieron el lugar en una especie de valla de gallos. «A mí se me respeta, y a mi mujer más», solo se escuchó de aquel que, aguantado por cuatro hombres, lanzaba patadas al aire. La novia no andaba por todo aquello.
«La calle está un tanto mala», dicen algunos. «Por cualquier dilema se arma la pelotera», infieren otros. Ciertas o no, lógicas o absurdas, algunas de estas opiniones se refieren a eventos y conductas que no son ajenos al panorama nacional, muchas veces entre grupos de jóvenes.
A pesar de los incuestionables avances que puede exhibir Cuba en cuanto a tranquilidad ciudadana, para no pocos la violencia se ha convertido en carta credencial para dirimir sus conflictos. Por momentos y en determinados escenarios, la buena conducta y la capacidad de diálogo devienen reliquias de vitrina, y pareciera que el nivel de tolerancia anda por el suelo.
Para estos individuos los límites del civismo ciudadano se han disipado, y al ponerse de espaldas a la ética y la educación, semejan sujetos de la prehistoria con taparrabos y el garrote en la mano.
No solo hablamos del hecho delictivo que implique querellas públicas, o aquellos que involucren algún tipo de arma blanca. ¡No! Se trata también de hechos considerados «menores», pero que van empedrando el camino hacia actitudes inadecuadas. Como la muchacha que a plena luz del día, en una parada de guagua, arremetió a puñetazos contra una señora por el incorrecto, sí, pero simple hecho de «colarse» en la fila, más allá de la posibilidad de una conversación civilizada entre ambas. O los dos estudiantes que, por problemas de intolerancia a las burlas o por establecimiento de jerarquías escolares, terminaron agarrándose a golpes en la esquina del colegio.
En esta relación también puede incluirse el padre que, incapaz de brindar una verdadera orientación familiar, cerró el consejo a su hija con una bofetada; o a las vecinas del barrio que por discrepancias vinculadas al servicio del agua, dilemas entre sus infantes o puros «enredos de alcoba», culminaron el escaso debate con ofensas, pelos al aire…
Pero ni el estrés, ni el aguijón de una situación compleja, ni una deficiente educación familiar o institucional pueden convertirse en nicho para posturas que comprometan la seguridad humana.
Amén de lo alcanzado en Cuba en relación con salvaguardar la esencia humana, es hora de aplicar medidas —de las que ya dispone nuestra sociedad o de otras nuevas— que disminuyan o controlen esa proliferación coyuntural de expresiones de violencia.
Se debe partir, primero, de reconocer el fenómeno. Si no se acepta que existen las referidas manifestaciones —aunque se circunscriban a determinados períodos, espacios geográficos o grupos sociales—, no se podrá actuar para contrarrestarlas.
Urge también asumir acciones para neutralizarlas de modo gradual, pero efectivo, más allá de reforzar las guardias operativas en determinadas zonas, endurecer leyes o recriminar a individuos por su proceder conflictivo.
No sé si usted coincidirá con este criterio, pero son contados, por ejemplo, los espacios televisivos o los spot de bien público que abordan el tema. Falta sinergia, en este sentido, entre las varias instituciones encargadas de pesquisar e incidir en la situación.
Se trata de mirar más allá de lo hecho para abordar este fenómeno de una manera integral. La solución resulta estratégica y de una importancia social fundamental, y ha de abarcar a todos los sectores. Se debe, necesariamente, orientar una política pública al respecto y no invisibilizar el tema.
Habrá que intensificar la batalla para que esas expresiones de violencia, hoy controlables, no se conviertan mañana en incontenibles. Vivir, aparentemente, de espaldas al suceso nos convierte en cómplices silenciosos y nos hace volver, como primitivos incivilizados, a la cavernas.