Ahora, con esta noticia, pienso que no estaba tan desencaminado mi amigo de la Primaria, ni debí ofenderme tanto cuando, en pleno recreo y para vengarse de mí, porque lo había «ruchado» en el juego de las bolas, me gritó con impotencia: ¡cabeza de puerco!
Resulta que el científico Eugene McCarthy, de la Universidad de Georgia, en Estados Unidos —quien es, por demás, una de las principales autoridades mundiales en el tema de la hibridación en animales—, ha salido con el «chistecito» de que la tan socorrida evolución humana se debe al apareamiento de un puerco con una chimpancé.
El investigador señaló en sus declaraciones que si bien tenemos muchas características propias de los primates, también existe un gran número de rasgos distintivos que se corresponden con el cerdo. De manera que no sé si el novelista español Pío Baroja intuyó el asunto, o solo fue un ardid literario, cuando, para aludir al buen uso de la inteligencia frente a actitudes que a veces niegan nuestra supuesta superioridad humana, escribiera: «El hombre: un milímetro por encima del mono, cuando no un centímetro por debajo del cerdo».
¿Se imaginan ustedes en la verraquera en que estaríamos metidos todos de ser cierto esto? ¿Tendríamos que renunciar a nuestra «carne salvadora» —si la de chivo no alcanza y la otra, ¡la que no me atrevo ni a mencionar!, sigue extraviada en nuestros campos— para evitar todo complejo de autofagia o canibalismo? Esto me tiene desvelado —lo confieso—, y pienso que debiera desvelarlos también a ustedes.
Visualice la tragedia cubano-griega, del día a día, si el animal, ahora, se decretara bíblicamente impuro. La vecina del apartamento de enfrente, para no gritarle que llegó lo que llegó a la carnicería (en honor a la verdad, estos establecimientos deberían llamarse ahora hueverías), tendrá que inventar una nueva seña de «quétcher», la cual le dé la indicación exacta para que usted entienda que lo que vino fue pollo por cerdo, en lugar de pollo por pescado. De manera que, bajo esos pases de prestidigitación que hacen «los canchas» de la canción de Formell, regresaría a casa con un pedazo más de perilla, carapacho o, en el mejor de los casos, un muslo muengo, que le llevaría a pensar que el pobre animal sufría algún «desgaste» de cadera.
Otra gran infelicidad sería que tendremos que renunciar a ese «aroma» que ni la más sofisticada tecnología de Suchel ha logrado reproducir: el que nos llega del corral de la casa del vecino, cuando menos lo esperamos, y nos parece que el niño ha hecho la «gracia» en cualquier rincón y en el preciso momento de sentarnos a comer… pollo por pescado. Pero, sobre todo, cuando aparece una visita y, con una sonrisa de oreja a oreja, usted trata de disimular que flota esa «fragancia», la cual quisiera hacer desaparecer acudiendo al poder de la teoría de la abstracción, como plantean los filósofos, y «aislar conceptualmente un objeto o una propiedad de ese objeto, o reducir los componentes fundamentales de información de un fenómeno para conservar sus rasgos más relevantes».
Claro, seamos optimistas. Pensemos de manera positiva, que para eso somos cubanos. Todo en la vida tiene sus ventajas. ¿Se ha preguntado qué beneficios pudiera traernos el no comer carne de cerdo? Primero, controlaría su colesterol y hasta los triglicéridos. Segundo, terminaría con el estrés, escuatro y escinco que produce salir como un loco de su trabajo para irse a buscar salcocho a casa del socio, con la promesa de remunerarlo luego, aunque sea con el rabo del marrano. Tercero, eliminaría ese dolor de cabeza que es rapiñar, por aquí y por allá, un simple «saquito» de pienso (¡aunque sea para pollo!) y no tendría que encabillar el corral a lo Prison Break para proteger al animal, ni contratar un custodio que duerma con él.
Finalmente (¡y respire hondo!), rompería esa terrible «cadena puerto-transporte-economía interna» que lo lleva, además de alimentarlo, a bañarlo, vacunarlo, engordarlo, venderlo y cambiar los CUP por CUC para, ¡Eureka!, comprarse el soñado DVD o el televisor de plasma.
Sé que finalizó un año y quizá me vean como un aguafiestas. Pero, si es así como el científico «yuma» plantea, deberíamos guardar los cuchillos, el agua caliente y hasta la maquinita de afeitar, de manera que los cerdos serían nuestras mascotas, o estarían en los zoológicos o los museos. ¡Tremenda verracada! ¿Verdad?