Hace algún tiempo, leí Yotuel, colección de cuentos del joven escritor pinero Javier Negrín. El texto ofrece diversas posibilidades de lectura. Se inscribe temáticamente en una línea frecuentada por los escritores cubanos a partir de los 80 del pasado siglo, situada en el universo específico de la beca. A pesar de su brevedad, el autor logra trascender el descriptivismo de comportamientos grupales bien conocidos, caracterizados por la prepotencia del más fuerte ejercida contra los más vulnerables. Mucho más complejo, el abordaje transita por el despertar de la pubertad y el sentimiento de otredad de un joven animado por precoces inquietudes intelectuales, distanciado de la autocomplacencia y la sensiblería por un aguzado empleo del humor.
Nombre de uno de sus personajes, el título de la obra aparenta jugar con la desbordada fantasía que nos ha conducido a inventar apelativos que, supongo yo, constituyen una verdadera tortura para los maestros obligados a pasar lista en sus clases.
La lectura verdaderamente productiva provoca, traspasados los aspectos anecdóticos de un relato y aun las intenciones del escritor, a desencadenar la meditación, a levantar trozos de memoria sumergida, a asociar experiencias afectivas e intelectuales. El libro de Javier Negrín me llevó a pensar sobre la complejidad de las relaciones interpersonales. El pensamiento contemporáneo —también entre nosotros— ha concedido gran importancia al reconocimiento del otro y de la diversidad, sobre todo en lo que respecta a los valores culturales, a la orientación sexual y a la raza. El debate se ha extendido en el plano teórico, a veces abstracto, sin alcanzar la modificación de las conductas a nivel individual. La diversidad se manifiesta en grupos humanos desfavorecidos en sus posibilidades de inclusión social.
Cada uno de nosotros es portador de diferencias derivadas de rasgos sicológicos, de gustos y afinidades, de inseguridades cuidadosamente enmascaradas, de formación familiar o de contaminación ambiental. Estos factores, parte minúscula del inmenso y decisivo campo de la subjetividad, entorpecen el desarrollo de una cotidianeidad armónica en el barrio, en la escuela, en el centro de trabajo.
La piedra angular de la transparencia en los vínculos interpersonales reside en el auténtico respeto mutuo, despojado de prejuicios, de modelos preconcebidos y de cualquier expresión de prepotencia. Esta verdad se fue abriendo paso en el mundo, muy lentamente, a partir del siglo XVIII. Alma de solitario, incomprendido, sufriente y adelantado en su tiempo, Juan Jacobo Rousseau es el fundador de la pedagogía moderna porque, rompiendo con la tradición, colocó en primer lugar el respeto al niño en tanto ser humano autónomo, con necesidades específicas, en proceso de construir su espiritualidad y descubrir sus facultades potenciales.
La cosmovisión de Juan Jacobo Rousseau atravesó las limitaciones de su tiempo. Contrapuesto a los enciclopedistas del siglo de las luces, ajeno a los rejuegos cortesanos de Diderot y de Voltaire, consejeros efímeros de Catalina la Grande y de Federico de Prusia respectivamente, su perspectiva se situó junto a los desamparados. Sus confesiones fueron un alarido, por vía intuitiva se adelantó a la ciencia. Analizó el origen de la desigualdad entre las clases. Sus ideas pedagógicas se integran orgánicamente al pensamiento de un subversivo. Exploró el yo para entender mejor al prójimo. Concedió a la subjetividad la importancia que merece en función del desarrollo del individuo y de la sociedad.
A pesar de las dificultades económicas, ningún país ha hecho tanto como Cuba por la plena integración social de las personas con discapacidades. Ha dado una prioridad irrenunciable en un proyecto socialista inspirado en la necesidad de alcanzar el mayor grado de justicia para todos. Hemos capacitado a los minusválidos y les hemos abierto un campo laboral, garantía salarial y fuente de autoestima para la afirmación de la dignidad de cada uno. Pero no hemos adecuado el conjunto de la sociedad para velar por la subjetividad de quienes se sienten portadores de una limitación.
Es inminente la celebración del congreso de la Asociación de Ciegos. La convocatoria me trajo el recuerdo de mi infancia y adolescencia, cuando tuve que asumir el papel de mi padre. La ceguera tronchó su obra de pintor, vocación por la que había pagado un alto precio. Afrontó la incomprensión del medio y la pobreza rayana en la miseria. Hacíamos largas caminatas, gestiones de todo tipo, íbamos a conferencias y a la inauguración de exposiciones. La práctica me enseñó a ponerme en el lugar del otro, a adivinar sus necesidades, a identificar a las personas que se acercaban. Acordamos una contraseña para advertirlo cuando el interlocutor lo dejaba con la palabra en la boca. En este quehacer, acumulé experiencias lacerantes. Muchas veces escuché decir: «Pobrecito, está ciego». Nacida con frecuencia de una intención generosa, la lástima degrada a quien la recibe. Desde una posición de superioridad, viola el respeto debido.
La función de lazarillo me abrió los ojos a la gran universidad de la vida. La asumí en ocasiones a regañadientes. Me privaba de ratos de asueto y de la posibilidad de compartir actividades grupales tan necesarias en ciertas etapas. Tuve la oportunidad de establecer un vínculo singular con mi padre saltando por encima de las distancias que imponen los años. La práctica me enseñó a proteger sutilmente, sin humillar. Conversábamos de todo, de igual a igual. Parte de su memoria alimentó la mía. Crecí en el plano intelectual.
Para ayudarlo, tuve que aguzar al extremo mi facultad de observar el rostro de la ciudad y las máscaras que encubren a las personas. Situarme en el lugar del otro me condujo a descifrar la perspectiva de los demás. Fui haciendo mi universo entendiendo en los hechos concretos la interdependencia entre yo, tú y él. De ese modo, me he liberado de las ponzoñas corrosivas del rencor y la amargura. En todo gesto solidario se produce un intercambio mutuo provechoso. Libre de interés mercantil, es una fuente de bienes espirituales.