Muchos guardan sus recuerdos en cajas. Fotos, revistas, recortes de periódicos, libretas, papeles, pomitos, cartas, botellas, muñecas, paquetes (vacíos) de galleticas, absorbentes, cucharitas de plástico, envolturas de regalos, y otras cosas más porque, lógicamente, cada quien arma su «memoria» con aquello que cree valioso.
Sin embargo, esas cajas llenas de recuerdos, la mayoría de las veces estorban. Ocupan lugar, no se sabe dónde ponerlas, y terminan dentro de un closet (en el mejor de los casos), debajo de la cama, en el garaje, en un cuarto en desuso, en una barbacoa, en una repisa, en el patio, en fin. Allí se quedan, el polvo las cubre, la humedad las carcome y el tiempo pasa.
Rara vez las buscamos para abrirlas y repasar lo vivido. Cuando hacemos limpieza general, ordenamos la casa de arriba a abajo o decidimos botar lo que inútilmente ocupa un espacio, de repente aparecen esas cajas y… entonces, se abre paso la nostalgia.
Luego de mucho tiempo comienzan las lágrimas, las sonrisas y los suspiros a brotar… «¡Mira esto dónde estaba!», decimos. «¡Esto es de aquella época!, ¿te acuerdas? Deja que se lo enseñe a mamá». Olvidamos por unos instantes que todo eso que guardamos y nunca miramos siempre tuvo su lugar. Sin dudas el mejor: uno mismo.
Nuestro corazón es inmenso y, como dijo Gabriel García Márquez, tiene más cuartos que un hotel. No creo que valga la pena guardar los recuerdos en cajas que se repletan, que luego estorban, se arrinconan, más tarde se ensucian, después se rompen, un buen día se encuentran y de golpe nos devuelven cosas que pensábamos habíamos olvidado.
Me viene a la mente la iniciativa de los creadores del Laboratorio Artístico de San Agustín. Hace unos años convocaron a conformar el Museo del Futuro con objetos de entre 1970 y 2010, con la condición de que tuvieran un significado especial para su dueño. Una niña de nueve años llevó unos dibujos, un adolescente ofreció la primera llave de su casa, un señor donó una memoria flash con fotos familiares y un tapete tejido fue lo más relevante para una señora.
No llegué a tiempo a la convocatoria, y de haber podido no sé si hubiera dejado mi primer juguete, el pato rojo de peluche o mi primer dibujo, en el que se ve a una familia de brazos cortos en la playa; la pluma de un pavo real que mi abuelo me regaló; mi primer anillo; la maqueta que me hizo mi papá; el primer poema que escribí y el primero que me escribieron; el primer libro que leí; la primera nota que publiqué, siendo estudiante de Periodismo; el primer correo electrónico que me ha estremecido…
¿Cuál de todos esos recuerdos hubiera dado para que mis hijos en el 2026 los hubieran visto? Difícil elección, porque ni en vidrieras de museos ni en cajas podría yo guardar mis primeras lágrimas, las sensaciones de mi primer beso, la añoranza de algunos momentos o la perfecta armonía de un abrazo.
¿Dónde puedo almacenar el cariño infinito de quienes me rodean, los deseos ahogados, las necesidades satisfechas, las decisiones irrepetibles? No sé dónde ponerlas. Todo queda en el recuerdo de una memoria que, como dice mi mamá, con el paso de los años se esfuma sin dejar constancia en un papel. Pero queda ahí, y aflora en una conversación con un hijo, en un cuento que le contamos a una nieta o en el libro que muchos empezamos a escribir algún día y que luego dejamos y más tarde retomamos…
No hacen falta cajas o museos… solo darle valor a lo que vivimos a diario, saber que cada minuto es especial. Hacérselo sentir a los demás y no lamentar después lo que ayer pudimos hacer y no hicimos. Lo realmente triste sería que un día tuviéramos cajas y no recuerdos.