Se han quedado mudos los llaveros. Pareciera que Willy se ha marchado y no se los quiso llevar. Los ha dejado colgados en su cuarto cual las medallas de amor y simpatía con que fue condecorado por el ejército de gente que lo quiso, cuando nos enseñó el exacto valor de la alegría.
Sus bolas, desde la botella donde las guardaba, preservan el brillo de unos ojos que no conocieron la tristeza, sino irradiaron luz a todos aquellos que estábamos apagados, mientras él nos incendiaba con su pícara mirada.
Su osito de peluche tirita por el frío ante la supuesta ausencia de su héroe, y se pregunta a quién se abrazará ahora en esta nueva aventura, mientras las estrellas de plástico fosforescente que titilaban solo para él, desde el techo de su habitación (como si fuera Willy El Principito en su asteroide), ya no le hacen guiños, porque intuyen que ha de andar de visita por otras constelaciones del cariño.
Y uno se pregunta en esta hora por qué de una existencia tan corta. Y no hay una respuesta tangible. Los ángeles son así. Nadie ha logrado explicar de qué están hechos. Cuando nos visitan a veces no escuchamos el susurro de sus alas, ni sentimos el roce de sus plumas, pero percibimos su presencia por el amor que ponen en nuestros corazones, como alguien una vez escribiera.
Willy es un niño, o un ángel —valga la redundancia— que percibió, desde sus angustias, una enorme felicidad. Fue bendecido en su breve vuelo al tener por compañía a una amorosa madre, tan fuerte como una catedral, tan festiva como sus campanas, que lo enseñó a repicar cascabeles y sonidos entre quienes, de manera cómplice, fuimos y somos su familia grande cuando, luego de la aparición de su afán de coleccionista en varios diarios y la red social, volaron desde todas partes del mundo centenares de llaveros para llegar casi al millar de gestos solidarios.
Cierta vez, una madre en iguales circunstancias a la de él ahora, escribió: «Estoy convencida de que nuestros hijos especiales vienen al mundo para dejar un mensaje diferente. Algunos nos acompañan mucho tiempo y otros solo necesitan unos pocos años para dejar su huella en la gente que aprendió a quererlos y comprenderlos.
«Pero su misión trasciende más allá, porque el mensaje de amor que ellos trajeron lo dejaron impregnado, primero en el lugar donde les tocó obrar y, luego, en la gente que tocaron con su magia. Dejemos de sentir cosas equivocadas. Ningún hijo especial es un castigo. Está claro que su paso por la vida deja siempre un legado de bondad, ese sentimiento que saca de cada uno de nosotros los mejores y más nobles sentimientos. Intentemos, entonces, entender lo que la vida nos quiere decir por medio de ellos».
¡Qué difícil es decirle adiós al cuentacuentos, al pepillo de arete e iluminaciones en su pelo que no las necesitaba, porque su espíritu estuvo y estará siempre radiante!
Entendamos, entonces, que el que ama no abandona. No se desvanece, sino que en silencio vuela. La ternura, la delicadeza, los detalles, la alegría de Willy y su contagiosa picardía no nos desamparan, sino que nos acompañan de otra manera, en ese polvo cósmico donde ponemos a volar a nuestros seres más queridos.
Willito sigue aquí, diciendo que hay que continuar viviendo la vida con verdadero júbilo por la brevedad que entraña, mostrándonos los tesoros de su cuarto, las bolas, las estrellas de plástico, los llaveros pero, sobre todo, a una madre hermosa y fuerte que seguirá acunándolo siempre desde su eterna memoria.