Un triste violín necrosado por salitres y misterios vuelve a remover las aguas mediáticas de la catástrofe Titanic, y emerge tras 101 años, como para recordarnos que aquella noche trágica seguirá dando qué hacer en el imaginario de este mundo olvidadizo.
Asegura una casa de subastas británica que tiene en sus manos —¿también en sus ofertas gananciosas al mejor postor?— el violín de Wallace Hartley, el director de aquella rara orquesta que, la noche del primer hundimiento de ciertos sueños de grandeza, permaneció tocando impasible en cubierta hasta el final subacuático, mientras los pasajeros despavoridos forcejeaban por un sitio en las escasas barquillas de la salvación.
Dicen que el instrumento musical apareció atado junto al cadáver de Hartley en las gélidas aguas días después del accidente. Y su madre dijo a la prensa que sabía que Wallace moriría abrazado al violín. El instrumento fue enviado a la prometida del músico y luego permaneció guardado en un desván, hasta que ahora una insistente «sinfonía» de intereses medio nostálgicos, medio pragmáticos, lo ha revelado en la palestra de los posibles negocios que siempre subastan cómodamente toda la gloria del mundo. Sea el de Hartley o no, lo cierto es que ya está valorado en al menos 100 000 euros.
Más allá de la autenticidad del violín, lo que flota siempre para mí desde el fondo de esta historia es la imagen de los músicos, que supieron renunciar a la brutal lidia por la vida en una situación límite, y prefirieron entonar la estancia de aquellos pasajeros hasta el final.
Ni Hartley ni sus leales músicos, antecedentes de los actuales «soperos» que amenizan los restaurantes para vivir, pretendían la gloria ni mucho menos. Y no aparecen en la galería de los próceres de la Historia, tan ceñida solo a la notoriedad, a la gran batalla o los vuelcos sustanciales de la Humanidad. Ellos solo amenizaban el goce ajeno, y en el momento definitorio, intentaron calmar, con sus musas, las esperanzas de aquellos seres aterrorizados.
Algún día, así como se le erigen sitiales al soldado desconocido, habrá que hacerles monumentos a los héroes comunes, a golpe y porrazo de las situaciones límite. Nadie recuerda apenas el nombre de aquel niño inmenso de Harlem, en Holanda, que permaneció horas tapando con un dedo el orificio de un dique por donde las aguas impredecibles inundarían la ciudad.
Por estos días, flotan en las corrientes noticiosas episodios corajudos dignos de un Julio Verne posmoderno: en una localidad de Perú, un pequeño de 12 años, apenas con su tabla de surfista, salvó del mar embravecido a un austriaco que pedía auxilio. Las noticias precisaban a Marcus Gottich como el rescatado. Y el salvador era solo un niño sin nombre…
Con las terribles inundaciones que vivió recientemente Australia, una madre con sus dos hijos de 13 y diez años, quedó atrapada en su auto, viendo crecer aterrorizada el nivel de la corriente.
Un hombre, Warren McErlean, se ató una cuerda a la cintura y se zambulló hasta llegar al auto. Tendió la mano al primero que vio, Jordan Rice, el chico de 13 años. Y con la decisión de los grandes estrategas que deciden el futuro desde sus rubicones, Jordan cedió la prioridad a su hermanito Blake, de diez años. Ya cuando retornó Warren, Jordan y la madre habían sido tragados por el agua.
Cuánta generosidad derrochada por anónimos, entre la vida y la muerte, nunca se sabrá. Qué de mariscales y lugartenientes de la renunciación se habrán extraviado por el prójimo, sin pensar en la salvación propia; sin una lápida con el nombre y unas breves palabras de agradecimiento.
Por eso, cuando se licite el violín necrosado de salitres y misterios en una elegante subasta, y termine en manos de un aburrido chupavidas bañado en tanta plata que escasea para tantos, desde el fondo del Atlántico gélido Hartley y sus músicos numantinos seguirán entonando un vals de Strauss para los náufragos de este mundo.