Como fiebre extraña, la incapacidad para comunicarse se apoderó últimamente de muchos que parecen peces (pobres peces), con los ojos abiertos y un silencio atronador. Son cubanos cuyas vidas comenzaron y han transcurrido en las dos o tres últimas décadas, etapa preñada de complejidades, carencias, resistencias y desgastes hacia lo más profundo de la sociedad.
Por fortuna, pertenecer a las generaciones de esos años no significa que, de por sí, se sea un ignorante de las normas más elementales de conducta en un ámbito social o más privado. Pero no son pocos en quienes se advierte cierta pose anodina, un espíritu que parece palpitar en lo inmediato, o en lo puramente sensitivo (una música del momento, así sea de lo peor, o un corte de cabello, o determinado atuendo, o la concurrencia a determinados espacios, porque está de moda, así sea para figurar como un búcaro inútil en cualquier rincón).
No se advierte en estos ciudadanos que hayan leído mucho, por no decir algo. No se percibe en ellos esa belleza del alma de la que habló Martí y que, según él, echaba luz desde lo más recóndito del corazón hacia fuera. Ni siquiera parece que haya habido tiempo para que ellos aprendieran en familia, o en la escuela, la importancia de un saludo, de una mirada frontal y limpia, de una mano sobre el hombro, de un diálogo claro y sanador, de un respeto por los demás, de un condolerse por la suerte ajena, de una pausa para entender que en este mundo todo está conectado y que no podemos vivir solos, sin atender los escenarios que parecen ajenos, porque no somos náufragos sino seres sociales.
Para mí son, de algún modo, analfabetos funcionales, tristemente el resultado de múltiples causas. Ellos son, por ejemplo, una arcilla ya endurecida que un buen pedagogo no pudo moldear (hemos carecido, durante todos estos años, de buenos pedagogos, de suficientes, verdaderos maestros que marcaran para siempre con una sentencia, con un llamado irresistible a indagar sobre ciertos conocimientos y verdades; nos han faltado «sacerdotes» de la vida con los cuales aprender algunas esencias de esa suerte inquieta y movediza que es nuestro paso por el mundo).
Entre los precios que estamos pagando por un estar de pie que sin dudas es heroico, se encuentra ese tipo de ser apurado, desesperado, casi irreflexivo, que desconoce el don de abrir puertas con el cariño, con la palabra oportuna, con el respeto. Se nos ha dado, como mala hierba, una suerte de ignorante que no sabe hacer mucho por él o por los suyos, pues suele ser fruto del paternalismo y de recetas educativas que no encendieron en ellos una llamita de romanticismo, de afán sanador y generoso.
Remontar la cuesta para tener hombres y mujeres que sepan explicarse, que luchen por ser verdaderamente y cada vez más cultos, será difícil. Pero el país está urgido de seres sensibles y capaces, que sientan la necesidad de viajar de sus anhelos individuales (muy legítimos, por cierto), a las metas colectivas.
Ese viaje será posible, desde luego, si el país despega en lo que a sus condiciones objetivas respecta y devuelve a las familias una estabilidad gracias a la cual sus integrantes no se extravíen en recovecos para salvarse, en laberintos que no dejan ver más allá de un desasosiego que fragmenta la realidad y pondera todo el tiempo un presente inmediato.
La cuesta también podrá remontarse creando espacios, muchos espacios donde los ciudadanos puedan cultivar el diálogo, el placer hermanado con el buen gusto; puedan cultivar la maravilla de los encuentros con sus semejantes sin que medien estridencias ni un poder adquisitivo del cual muchas personas virtuosas, esforzadas y honestas, carecen hoy.
Y en cuanto a los maestros, urge cultivarlos con rigor, sin improvisaciones. Es cierto que todo cuanto se ha hecho con apuros, como emergente y salvadora opción, buscó llenar vacíos muy serios, un déficit en los puestos de quienes debían enseñar a nuestros hijos. Verdad es que las situaciones límites, las cifras siempre tan frías y realistas, no admiten esperas. Pero hay que retomar lo perdido en el apuro, ir «despacito y buena letra», como me decía un maestro periodista que, por cierto, también gustaba de decir: «Hacer las cosas bien importa más que el hacerlas».
En fin, este asunto subjetivo puede que no sea de primer orden para algunos; pero justo en él, en eso que llamamos lo intangible, radica el éxito de todo cuanto nos estamos proponiendo como país. La batalla se decide desde lo racional, y también desde los sentimientos. En ese equilibrio radica para mí la verdadera cultura. De modo que apuesto, terca y esperanzada, por un anhelado bienestar, y también, con énfasis y preocupación, por una academia de la amabilidad.