Los enemigos de la Revolución presentan a los cubanos como un pueblo «esclavizado», y en otras «fanatizado». La manipulación incluso terminó por convertirse en táctica política de algún sector gobernante dentro de Estados Unidos, para el cual la llamada «solución biológica» es la mejor apuesta, pensando en el derrocamiento de la Revolución.
Para ese sector, la desaparición física de Fidel y Raúl, y con ella de la denominada generación histórica, tendría el mismo efecto «fulminante» que el de una victoria de su 82 División Aerotransportada, en el supuesto de que pudieran derrotar el concepto de resistencia de Cuba, basado en la Guerra de Todo el Pueblo.
Según la «lógica» de esos analistas, con la muerte de un hombre llegaría también el entierro del proyecto que encabeza. No por gusto la propaganda contrarrevolucionaria, al mejor estilo de Goebbels, machaca sobre el carácter inconstitucional del proceso político cubano.
En su retórica contra la Revolución, sus enemigos han tratado siempre de presentarla desinstitucionalizada. Durante años, según ese discurso, en Cuba no existió un modelo social democrático, ni elecciones libres, ni Estado de derecho, ni Parlamento...
Para sus binoculares de doble rasero ningún paso del país después de 1959 se ha realizado dentro de la Ley, con lo cual ignoran que una de las principales preocupaciones de la Revolución, tras la toma del poder, fue precisamente la formación institucional de la nación.
Pero a la institucionalidad burguesa le era y es difícil refrendar que la contraparte fundada en Cuba rompió con ella y con todo lo que había conocido el país, e incluso buena parte del mundo, hasta ese entonces.
En el nuevo proceso y la constitución socialista que lo sostiene se fundieron lo mejor de las tradiciones y la historia nacionales, con las corrientes más modernas y avanzadas internacionalmente, buscando romper definitivamente con el «orden» que durante más de 50 años caotizó al país en lo político, económico y social.
Los historiadores más objetivos reconocen que la experimentación democrático-burguesa tuvo su punto final en el archipiélago con la gran decepción en la que lo sumieron los denominados gobiernos Auténticos. Estos últimos, autoproclamados herederos de los anhelos de la Revolución de 1930 —un levantamiento popular que culminó con el derrocamiento de la dictadura de Gerardo Machado— terminaron por empujar al país hacia un abismo insalvable de entreguismo político a los intereses norteamericanos, corrupción generalizada, dolorosos males sociales y hasta contubernio con poderosos grupos gangsteriles que soñaban con levantar en Cuba una «isla del placer».
El nombrado modelo seudorrepublicano desbordó su copa con el golpe de Estado del general Fulgencio Batista. Este cuartelazo, afirman historiadores, fue el punto de ruptura, pues marcó el fin del multipartidismo (piedra preciosa de la llamada democracia liberal burguesa), como opción política en la Isla.
Ya este le había dado a la nación todo lo que de él podía esperarse, y con esa decepción se levantaban los ardores de la Generación del Centenario que, inspirada en José Martí y encabezada por Fidel Castro, condujo al triunfo del primero de enero de 1959.
El primer gran encontronazo entre el proceso revolucionario naciente y la oligarquía nacional aliada a Estados Unidos ocurrió precisamente al aprobarse la Primera Ley de Reforma Agraria. Las nuevas leyes y el nuevo orden en fundación, con su inconmensurable contenido social, se situaban verticalmente frente a los peores intereses que habían desgobernado la república mediatizada.
Desde ese momento, nada de lo que fue Ley en Cuba resultó legal para la burguesía derrotada y sus sostenedores, los sucesivos gobiernos norteamericanos. Una de sus principales apuestas fue, y sigue siendo, presentar un país sumido en la ilegalidad, a pesar de que, ahora mismo, por ejemplo, están en marcha unas elecciones en las que se espera participen la mayoría de los ciudadanos con derecho al voto, expresión de apoyo a su modelo democrático.
Las campañas olvidan además que el espíritu y la letra de la Constitución socialista cubana recibieron en 2002 un espaldarazo mayor, cuando el 99 por ciento de los ciudadanos refrendó su perdurabilidad. Todavía tratan de explicarse la insólita dimensión de esa cifra, que le ofrece al país un altísimo nivel de consenso político.
Tal vez sea muy difícil entender la dinámica de la Revolución cubana. Hasta a quienes la construyen les resulta difícil, en ocasiones, asumirla en todas sus dimensiones coherentes o contrapuestas. Lo indudable es que quienes acudieron a los referendos de 1976 y 2002, y lo hacen este domingo, asumen un acto de plena madurez y un ejercicio ciudadano absolutamente libre, responsable y cuerdo.
En esos actos cívicos no solo quedó plasmada la satisfacción por la obra forjada por el socialismo durante su existencia, sino también la inconformidad con sus defectos, discutidos en los más diversos debates, como los que acompañaron la discusión de los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución aprobados en el VI Congreso del Partido.
El socialismo cubano se las ha arreglado hasta hoy para ser capaz, dialéctica y potencialmente, de enfrentar sus contradicciones sin renunciar o sacrificar fundamentos.