Hoy es el cumpleaños de ella (como puede ser en cualquier fecha el cumpleaños de cualquiera). Su esposo no podrá estar a su lado. Por eso les pido el permiso de escribir sobre este día aunque no parezca nada único dentro de nuestros calendarios.
Su hombre está preso hace más de una década (cualquiera pudiera estar en el mismo caso y destinar ese día único en el año a visitar al ser amado). Ella no lo hará. Alguien le niega ese derecho legal por razones que no son razones. Simplemente no podrá tenerlo hoy. Ni siquiera a veces le es fácil soñar con que vuelve a verlo. Él está sentenciado a pasar en prisión esta vida, la siguiente y quince años de una tercera. ¡Vaya singularidad dentro de las leyes y el Derecho!
No lo ve, no lo toca, no lo huele, no lo abraza, no lo besa… hace ya más de 14 años. Y ese amor que pudiera parecer tan lejano, tan espiritual y hasta imposible, no solo se mantiene vivo, sino que pareciera que andan juntos de la mano. Basta con hablarle. Por cada cuatro palabras dice su nombre. Confiesa su risa en medio de la madrugada cuando por fin puede leer sus correos. Cuenta cómo conversan telefónicamente (con el ruido de la radio policial y un cronómetro de fondo) sobre aquellas cuestiones de la vida que nadie se atreve a planear en soledad.
Él no madura. Sigue amándola como un chiquillo y juega a regalarle gaticos dibujados con las letras del teclado en los correos que le escribe por los aniversarios de boda. Ella sonríe. La seriedad de su carácter casi desaparece ante los chistes de él. Entonces le corresponde a sus detalles con poemas y canciones (siempre copiados, que ella no es buena en eso de recordar las letras). Él no le pide más. ¿Qué más puede pedirle?
Ella le ha dado la mitad de su vida. Por amor le espera. Por esa relación hermosa que juntos supieron construir siendo tan jóvenes. Intentó pasar encerrada 24 horas en un baño para conocer su sufrimiento en carne propia. Le cuenta por teléfono los juegos de pelota que él tanto añora poder ver. Por si fuera poco, llora ante las victorias de Industriales por el dolor que le ocasiona saber que él debiera disfrutarlas.
Añora experimentar sus rutinas de antaño. Lavar ropa de hombre se ha vuelto un lujo que no puede darse. Pero a veces (en silencio) saca del escaparate aquellas piezas que no han sido vencidas por el tiempo. Las moja, las restriega, las tiende y las vuelve a guardar. «Para cuidarlas», dice apenada.
Y entonces es cuando nos sentimos apenados nosotros. Jóvenes estudiantes de Periodismo que maldecimos en voz alta si la guagua se retrasa un poco o el profesor nos exige demasiada tarea. Nosotros, que no solemos comprender los defectos de otros y nos sentimos los más desgraciados del Universo si alguien no entiende que necesitamos descansar.
Ella no lo hace. Más allá de todos los sacrificios… es fuerte. Mira al destino decidida y enfrenta el peso de llevar su nombre: Adriana Pérez, esposa de Gerardo Hernández.