Cuando mi primer intento de llegar al periodismo no resultó, muchos lloraron conmigo y me consolaron. Él solo dijo: «Busca por las páginas 200 del libro de texto de español». Ahí estaba el poema de César Vallejo, Traspiés entre dos estrellas.
Cuando la filología siguió de largo y ante mí se detuvo la filosofía, muchos me dijeron que podría cambiarme con el tiempo. Él solo opinó: «La filosofía es el amor a la sabiduría; es la carrera que me gusta para ti».
Cuando el periodismo llegó a mí, muchos festejaron que por fin lo había logrado. Él solo sentenció: «Espero sepas lo que haces».
Cuando algún problema familiar me nublaba los ojos y el corazón, muchos sembraban en mí rencor y odio. Él solo sonrió: «Aprende a vivir con ello».
Cuando se me fue, ¿qué podía hacer? Muchos esperaban que llorara. Él no podría verme llorar. «Susan, realmente la vida es bella», me diría por sobre el llanto de los demás ese profesor de literatura güireño.
Sus lecciones son únicas, inolvidables, eternas. Por eso es mejor pensarlo. Recordar con admiración el caminar filosófico y sardónico de aquel dueño del mundo que atravesaba los pasillos del IPVCE Mártires de Humboldt 7 burlándose hasta de los mosaicos del suelo. Es mejor reírme. Disfrutar sus comentarios irónicos que «cantaban las cuarenta» sin mover el tono de la voz ni alterar un solo rasgo del rostro.
Si faltábamos al pase o nos íbamos antes de tiempo, muchos nos requerían por ausentistas. Para él nos habíamos convertido en «la guagüita de la quinta». Si los profesores de la escuela luchaban con los alumnos exigiéndoles trabajo para ganar la emulación, él sacaba un machete de no sé dónde y se ponía a chapear. Hacia allí íbamos todos sin pretextos.
Cuando, ante los dictados para las pruebas de ingreso, los puntos se nos volvían comas y los verdaderos se tornaban falsos, él siempre tenía un chiste para no atormentarnos con nuestros errores, y acabábamos burlándonos de los disparates.
Al saber que su salud estaba dañada, pasé meses esquivando su casa, su cumpleaños, hasta que el 23 de diciembre, recordando el paso del día del educador, tomé como pretexto un ejemplar de Jorge Amado, Doña Flor y sus dos maridos, y marché a verlo. Él acomodó su pie derecho en el muro del portal y comentó cuanto quiso —y como solo él sabía hacerlo— todo lo que se le ocurría de literatura universal.
Me contó de su redescubrimiento de Cien años de soledad, de lo feliz que era y de lo bien que estaba. Había vuelto a nacer. Y no con ese brillo alterado que algunos proclaman exteriormente. Era un resplandor que contagiaba ganas, deseos, vida.
No había querido volver a verlo. No tuve cumpleaños ni fecha alguna como excusa. Esperaba el Día de los Padres para visitarlo con ese motivo y no por cuestiones de salud.
Pero se fue de paseo con Benedetti, Carpentier, Martí y Lezama Lima. Creo que no volveré a verlo. El profe Cirilo —dicen— ya no vive. Pero converso tanto con él…