Era apenas un «retoño» en esta incomprendida profesión cuando miré por primera vez, con mil asombros, los espesos manglares de Los Cayuelos.
Aquella madrugada del 2 de diciembre de 1995 resultó una confirmación de ese proverbio repetido, pero no siempre aquilatado: «Vista hace fe». Porque aunque las lecturas me habían transmitido la proeza del desembarco del Granma, jamás hubiera imaginado la acritud o la rudeza del lugar por donde llegó azarosamente, desde México, el yate con su carga libertaria.
Mirando aquel «bosque» de mangles tejido sobre el mar, que allí ya no es mar, sino pantano, entendí mejor la odisea de esos cuerdos románticos que en 1956 decidieron zafarle los grilletes a una nación o convertirse en mártires en el intento.
Observando el puente de hormigón de más de 1 520 metros de largo que ahora une el cenagal con tierra firme y en 1956 no era ni sueño, comprendí por qué el desembarco entre cortaderas tuvo que durar dos horas y por qué Fidel, quien ha pasado tantas pruebas, confesaría después que ese arribo accidentado devino «una de las cosas más duras de la vida».
Intentando esquivar en vano el enjambre de jejenes y mosquitos, que allí nunca ha faltado, pensé en las contrariedades de esa mañana gélida en que la aviación cascabeleaba sobre aquellos 82 hombres cuyo promedio de edad era de 27 años; e imaginé los pies en llaga viva, los intestinos rotos por el hambre; las cabezas aturdidas por el mareo, el frío, el vómito y el cansancio.
Desde entonces he retornado otras 15 veces, entre el jolgorio de jóvenes madrugadores y parranderos, a Los Cayuelos; y en cada ocasión los sentimientos se repiten, la historia vuelve a obrar como candil y queda flotando cierto sabor a deuda con la fecha o sus protagonistas.
He vuelto 15 veces y siempre sobreviene el deslumbramiento al repasar que los 82, después de la colosal prueba, tuvieron otra peor en Alegría de Pío, que los hizo fragmentar en 28 grupos, algunos de los cuales fueron aniquilados a sangre fría. Y otros tuvieron que caminar más de cien kilómetros entre montes para romper el cerco y llegar a Cinco Palmas, donde proclamaron en derroche de arrebato que con ocho hombres y siete fusiles se podía ganar una guerra.
Cada retorno lleva a ver el Granma más allá del suceso puntual, porque esa embarcación se hizo símbolo y llave del reinicio de una gesta que desembocó, luego de dos años y 30 días de lucha, en la victoria de la idea sobre la fuerza, en el principio de una era todavía inconclusa.
En uno de esos regresos a Los Cayuelos, hace cinco años, un dato curioso, ofrecido por el prestigioso historiador de Niquero, Alberto Debs, me sacudió: otro 2 de diciembre —el de 1884— desembarcó con armas para la independencia, por Las Coloradas, cerca de ese punto, un grupo de patriotas encabezados por Ramón Leocadio Bonachea, uno de los que se opuso a la paz del Zanjón. Apresados, varios de ellos fueron condenados y fusilados en Santiago de Cuba tres meses después.
Cada retorno a Los Cayuelos es un privilegio que muchos en Cuba y el mundo desearían vivir, un baño de recuentos reales, una eterna suerte para el alma, un desembarco sin final.