Quizá entre las frases más populares del campo cubano está la que da título al presente comentario. Asegurar que alguien o algo se encuentra como «el palo en cañada», equivale a graficar enseguida la idea de lo inoportuno, del obstáculo, de aquello que no permite que la vida fluya de manera normal, desatando un sinnúmero de molestias.
A veces, más que denuncia o advertencia, la expresión puede convertirse en una invitación a reflexionar. O al menos así debería sentirse en momentos en que la economía y la sociedad procuran otros derroteros vitales para preservar la obra de la Revolución; no solo en lo que respecta a lograr las metas globales, sino también a vencer desafíos que el ciudadano común enfrenta día a día.
Muchos «palos en cañada» perviven en la Cuba de hoy, sobre todo como expresiones de una mentalidad que, como esos troncos no apartados por las lluvias de primavera, se convierten en obstáculos para el eficaz desenvolvimiento de entidades y empresas, y pueden limitar el alcance de los cambios implementados en el país.
A quienes quedan reflejados en la graciosa imagen los distingue la tendencia a establecer prohibiciones o implementar disposiciones que, con el ánimo de ordenar las actuaciones, terminan por extender a días algunas gestiones que pudieran durar horas, incluso minutos.
Ahí está —pongamos un caso— la cantidad de trámites que deben cumplirse para adquirir un producto por concepto de venta entre empresas, que van desde la confección de la llamada ficha del cliente hasta la entrega de muchos otros documentos, además de la realización de varias diligencias que, incluso transcurriendo normalmente, pueden ocupar bastante tiempo y recursos.
El listado de ejemplos puede crecer, pero el resultado es el mismo: que variadas formas de producción de la economía se desenvuelven cotidianamente en medio de obstáculos que podrían evitarse.
Muchos constriñen la autonomía de gestión de la empresa estatal socialista y tensan su funcionamiento.
Posiblemente una de las causas de este abanico de negativas se encuentre en pensar que prohibición equivale a control. Aunque es cierto que situaciones acentuadas con el período especial, pero nacidas antes, obligaron a adoptar una serie de medidas de fuerte regulación para evitar el cumpleaños permanente de los pillos.
Pero en ocasiones las prohibiciones de este tipo tienen un efecto contrario a la intención original, más cuando se perpetúan; y en vez de reducir lo que hacen es estimular la proliferación de nuevos modus operandi del delito; más sofisticados, más extendidos por los absurdos a que conllevan y, en ocasiones, con mayores dificultades para ser detectados.
Ese apego al «detente» muchas veces lleva a no diseñar estructuras que hagan más práctica no solo la vida de las empresas, sino también de las personas. Prohibir no puede convertirse en la predisposición para actuar, como tampoco debe ser el fin de toda actividad de control. La prohibición es un instrumento de fiscalización, pero no el único y, en ciertos momentos, puede que no tan eficaz.