Comienzo reconociéndolo en mí mismo. Creo que no necesito ir a casa ajena para encontrarlo. A veces, cuando estoy frente a la computadora, inmerso en ese «navegueo» casi constante por las realidades, las noticias, las promociones y los contenidos de todo tipo que nos llegan a través de Internet, suelo percibir cualquier llamado como a distancia. Por supuesto, no sucede permanentemente, pero pasa, y ya con eso basta para diagnosticar el mal.
Desde luego, usted como lector pudiera intuir que eso es despiste, descuido y hasta dejadez con las personas que nos rodean. Otros, en cambio, preferirían considerarlo una muestra de desconcentración o una soberana manera de mostrar apatía ante lo que dice o pide el otro. Entiendo cualquiera de esas posturas; ambas pudieran tener algo de razón.
Para mi suerte, he conocido a alguien que logra ensimismarse tanto en su trabajo, adentrarse tanto en sus ideas al escribir, que apenas es capaz de distinguir reflejos desde fuera. Casi puede estallar una bomba a su costado, y ni aun así me atrevería ahora mismo a predecir su reacción.
Hasta cierto punto, por su positivo efecto en cualquier desempeño que requiera tener los cinco sentidos bien puestos —como es hacer periodismo, por ejemplo— eso es bueno, siempre que ese estado de recogimiento y lejanía del exterior no llegue a la desidia planificada ni al escuchar por escuchar, ni a pedir que te repitan por hábito, ni a responder como quiera y ya.
Claro, si molesto es que tú preguntes y no te oigan, molestísimo es también que te insistan a la hora inoportuna, cuando estás transportándote virtualmente hacia otros problemas y escenarios, y poniendo tus neuronas en el sensato análisis de lo que buscas.
Pero la postura de atender a medias o, en el más triste de los casos, no atender, trasciende la mera escena que hasta ahora hemos compartido. Se instala en no pocas ocasiones como vicio, pone a prueba la paciencia ajena, crea vacíos en la permanente gestación del conocimiento y facilita opiniones impensadas e inconclusas, aunque haya quienes aleguen que se trata de algo inevitable que acompaña a todo lo bueno que caracteriza hoy a las sociedades posmodernas.
Aguzar con destreza el oído requiere siempre un esfuerzo extra. Nadie nos prepara para eso, a no ser que nos lo propongamos conscientemente en nuestras relaciones interpersonales, como eslabón primario para tomar un curso coherente en la benéfica solución de los problemas.
Trascendiendo cualquier percepción simplista que pueda atribuírsele a este tema, lo más alarmante estriba en la incomunicación que genera un gesto de desatención en el diálogo colectivo y la construcción compartida, esenciales en la forja dinámica de una sociedad como la nuestra.
Si bien el ritmo vertiginoso de estos tiempos impone una agilidad a veces hasta involuntaria, ni el mp3, ni los audífonos, ni el DVD puesto a deshora, ni toda esa oleada de cambios, herramientas y apariciones contemporáneas, ha de vedarnos el estímulo de la palabra, venga de donde venga.
Aunque parezca una mera fórmula, más del decir que del hacer, la disposición al intercambio y a la participación social descansa hoy sobre la imperiosa búsqueda de maneras que nos aproximen más, que interconecten nuestros intereses de modo real. Y para ello hemos de abrir conscientemente el espectro de nuestras potencialidades comunicativas, desde lo que se enuncia, hasta lo que se recepciona, con un sentido filoso de la sensatez humana, algo que resulta vital, que marca desde el inicio lo que luego se ejecuta.