Estás a punto del milagro. Podrán saltar de sus ojos a los tuyos y bañarte. Estrellas que encenderán el cuarto como nave mágica. Nave que irá hasta los más íntimos rincones de tu cuerpo y de tu espíritu a acariciarlo con todas sus chispas. Chispas que quizá quemen tus sábanas. Sábanas que pueden ser testigo de un momento único e irrepetible.
Aun sin radio en la habitación, la luz hará música en tus oídos y sentirás que te llaman Longina, por voz de Corona; Yolanda, por amor de Pablito; Michelle, desde el candil de Los Beatles; Noelia, por el Bravo Nino; Penélope, en el impaciente susurro de Serrat; Gwendolyne, traída de la mano de Iglesias; María del Carmen, acostada en la guitarra de Nicola; Bárbara, abrazada a la olvidada tartamudez de Santiaguito; Amanda, yendo a la fábrica por la misma acera del querido fantasma de Jara…
La noticia ha sido exacta. En noches como estas ocurren las lluvias de estrellas más visibles, cuando agosto es el cristal de una ventana. Perseidas o Lágrimas de San Lorenzo, por aquello de que son polvos cósmicos, lanzados a alta velocidad, que radian de la constelación de Perseus, o el llanto de uno de los siete diáconos de Roma, martirizado y quemado por su fe hace mucho tiempo.
Qué importa, entonces, si la Tasa Horaria Zenital es de cien, convirtiéndola en la tercera mayor lluvia de estrellas del año y la mejor vista, o que su alta inclinación de más 58 grados no permita su observación en regiones australes y sí en la ecuatoriana.
Qué ha de importarte esa coletilla, siempre, al final de la noticia: «Puede que el fenómeno no sea observado por condiciones desfavorables en la atmósfera», si lo impostergable por eterno será lo que ocurra dentro de esas cuatro paredes, con el techo de la habitación, cielo terrenal y cómplice, y no afuera, precisamente, donde la frialdad de la noche puede confundirse con una simple y curiosa mirada ante el asombro natural de la ciencia.
Y me pregunto por qué dormirse y perderlo todo. Por qué darse la espalda y amanecer distantes, si puede ser esta la última o la primera noche de tu vida.
¡Abrácense, amantes!, lo aconseja este grumete. Quiebren el desamparo con la luz como resguardo, esa que quemándonos por dentro no se observa, cual si fuera el último minuto del Titanic.
Ámense sin medida, porque la métrica de las escalas no hace posible que el amor se constele. Si fuese necesario, incrústense el uno en el otro, como un choque de estrellas que han obviado la distancia de años-luz, para fundirse en la luz de los años. Rompan la gravedad con un suspiro, acompasado y unívoco, como la música perfecta de una orquesta. Quiéranse, como Benedetti, desde «el pie hasta el alma».
Mi deseo es que no se salve nadie. Que esta noche sea de un total cataclismo. Que el amor, por profundo y bueno, se robe hasta el último aliento. Que no te salves… Que no me salve yo tampoco.