Son la última especie de la genética del horror: cuervos de la guerra robótica que alguien lanza desde una cómoda oficina a distancia del peligro y la miseria en oscuros rincones de este mundo, para exterminar enemigos a dedo, por orden del señor presidente de los Estados Unidos.
Nunca se sabrá la identidad de quienes accionan los veleidosos aviones no tripulados; pero tampoco la de las víctimas colaterales de esos impersonales planeos con misiles. Son solo cifras discrecionales los inocentes que deben morir —niños, ancianos, o mujeres que habían preparado una sopa minutos antes— porque sencillamente equivocaron el lugar y el instante, muy cerca de un supuesto cabecilla de Al Qaeda.
Drones que ya no concitan el riesgo de aquellos pilotos en la II Guerra Mundial, persignándose antes de soltar la diabólica carga. Drones que, por contraste, nos hacen respetar como a caballeros a los godos y visigodos que, en los umbrales de la larga guerra de la Humanidad, peleaban cuerpo a cuerpo, mirándose a los ojos, y sin otro peto que el coraje. Drones concentrando toda la precisión tecnológica de la saña y la premeditación.
Al final, los matarifes a distancia no sufren remordimientos, porque solo accionaron un software implacable, como un niño mueve su planeador por control remoto. No ven la sangre de un bebé, no saben de entrañas a la vista. No oyen de cerca el sufrimiento…
Un premio Nobel de la Paz juega, a la guerra y a los escondidos a la vez, con los drones. Cada semana le presentan de una lista el candidato a morir. Y el presidente norteamericano asiente. Entonces van los cuervos metálicos a Afganistán, Paquistán, Yemen, Libia o Somalia. A aguzar la puntería histórica. A enfrentar el terrorismo con terror.
¿Alguien recordará la niña despedazada junto a su cabra, en las montañas de Paquistán? Los cientos de civiles alcanzados por los descerebrados drones, sencillamente no existieron nunca para los estrategas de una guerra cobarde, operación quirúrgica de «mínimo acceso».
Ahora el Gobierno norteamericano anuncia que desplegará las robóticas naves para vigilar el trasiego del narcotráfico en el Mar Caribe. Porque el fisgoneo y el espionaje son otros objetivos no menos importantes y sustanciosos del boom de esos engendros.
Con los drones, se despedaza de un tirón algo tan sagrado como la soberanía de las naciones sobre sus respectivos espacios aéreos, como si ya no colapsaran los últimos vestigios del Derecho Internacional.
Pero en la propia sociedad norteamericana ya cunde la preocupación acerca del uso de estos artefactos para vigilancia en la vida civil; porque entidades privadas, agencias de orden público, universidades y gobiernos estaduales de esa nación han recibido el permiso de la Administración Federal de la Aviación para operar drones.
El mercado global de esos aviones no tripulados ya frisa los 6 000 millones de dólares, y se estima que se duplique en la próxima década, según el diario estadounidense The Huffington Post.
Como aquellos pájaros del filme homónimo de Alfred Hitchcok, para el 2020 se espera que más de 30 000 drones infectarán los cielos de Estados Unidos, denunció Trevor Tim, experto y activista de la Fundación Frontera Electrónica, entidad que sigue de cerca este preocupante tema, por las connotaciones que traerían tales precedentes en la privacidad y los derechos individuales de las personas.
Y lo peor es que ya se ha logrado a nivel de laboratorio, en Estados Unidos, Israel y algunos países europeos, la versión en miniatura del dron: una especie de insecto electrónico insignificante que puede estar zumbando a su alrededor y espiando, mientras usted hace el amor, conversa con sus amigos o, sencillamente, habla consigo mismo.
Así estamos…