No sé bien cuándo comenzó todo; no sé ni siquiera por dónde empezó, en qué lugar, bajo qué extrañas circunstancias. No sé si es idolatría, admiración, respeto o fanatismo.
No sé si soy apasionada, adicta, no sé si las estadísticas muestran el fenómeno, si es la lógica de la vida, si son las creencias populares de hijas y padres. Solo sé que tengo manía de él.
Quizá en este día todos esperen la crónica generalista, la acostumbrada, sobre nuestros progenitores masculinos; me resulta extraño hablar en sentido tan amplio, no conozco a los demás, o al menos no tanto como al mío.
Y es que digo mío, con todo el sentido de posesión física y espiritual que ello conlleva; no es simple selección natural, es la sedimentación de tantos años de amor, culeros sucios, bicicletas de a cuatro, sus platos semivacíos cerca de los míos semillenos, tanta entrega que me declaran heredera directa de sus actos.
Egoístamente lo soy, me cuesta admitirlo cuando a veces intento disponer a mis antojos de la agenda cotidiana de mi padre; y mientras, él trata siempre de complacerme, aunque me advierte que no todo me lo merezco.
Reconozco que no publico un solo trabajo sin que antes él lo lea, y es mi corrector particular, no solo por la inteligencia que posee, sino por la idea de poderle escuchar cuando termine de leer las líneas: «me gustó».
No son nada mis escritos si no tienen su bendición; me quedo sin misterio, sin magia cuando a él no le han parecido bien, desde su experiencia desmedida, su perspicacia de hombre de cinco décadas, sus andares a veces no tan dichosos por la vida.
Mi papá no es bien parecido, no es de esos figurines de novela todos esbeltos, de pelo negro, y con esa aura interesante que sazona a los hombres cuando pasan los 40.
Mi papá es un hombre común, y es gordo… bien gordo, como esos que se ven poco por la calle. De hecho creo que hay uno solo en Pinar del Río entero; pero ¿saben?, eso no me importa, más flaco no lo quiero.
Recuerdo incluso una vez, cuando se mofaron de él por lo obeso que estaba, en su jarana acostumbrada, mi padre decía: «¡Nada, es que estoy repuestico!» No es tampoco que defienda su exceso de libras, algo dañino para la salud en no poca medida, pero dentro de su propia manera de asumir su físico, me enseña a sentirme bien conmigo misma en estos tiempos de sardinas famélicas.
Mi padre no es para nada perfecto —y en realidad quién lo es—, pero amo sus imperfecciones de la misma manera que él enmienda las mías. No tenemos la relación quimérica, divina de padre e hija, de esas lineales como en las novelas inglesas. Nuestra socialización es dinámica, sin tapujos, sincera en demasía y en muchas ocasiones belicosa, en el buen sentido de la palabra.
Siempre estamos en conflicto, de esos que nunca ceden aunque no se tenga la razón, pero en que se termina haciendo lo que aconseja el otro. Y debo confesarlo, casi siempre la tiene él.
Sé que vive a través de mí, sufre mis fracasos, se alegra con mis victorias, ríe con mis aventuras, y cuando lloro pone el hombro para consolarme, y en el fondo sé que alguna que otra lágrima derrama también.
Mi fanatismo solo podría ser comparado con estos días de Eurocopa. Si pudiera estaría con un pulóver, una bandera, con el rostro suyo estampado como la mejor de las hinchas. Alguien me preguntaba hace poco: «tú quieres mucho a tu papá, ¿verdad?». Puede ser entonces que se me note tanto.
No creo ser la única, cada cual tiene al suyo, mejor o peor, más flaco o más gordo que el mío. Mi padre se llama Carlos. Soy carlómana, ¿y tú?