Recuerdo mi ingreso a la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, una guajirita pinareña sin más conocimiento que unos libros leídos en horas de estudio independiente y un analfabetismo tecnológico abrumador.
Tener un disquete era la misma gloria, mi gloria informacional en un grano de maíz de 1,1 megabyte. Y aparecieron las memorias flash, divino invento computacional, el dispositivo de almacenamiento extraíble que si no poseía, técnicamente quedaba excluida de los círculos no de poder, sino académicos.
Como todos, quería tener mi flash, era la mayor meta. La tuve. Luego llegaron las grabadoras de casete, también poseí la mía.
Pero no descansaba ahí, la prosperidad profesional no llegaba aún; irrumpieron los mp4, las cámaras de fotos digitales, las de video de tarjeta, de disco interno, y las computadoras, las laptops, las mini, los celulares, los blackberry, los iphone. Y piensas que no consigues la meta aún, quieres una cama para ti sola, un cuarto, un baño, una cocina, una casa… Y la felicidad aún no se asoma.
Antes estaba contenta con tan solo un peso para comprarme un dulce en la primaria; en el pre, con diez me sobraba de lunes a viernes para las panetelas y los chupa chupa; y en la universidad, imagínense, con 50 me creía rica, pasaba hasta los fines de semana actualizada con todo lo novedoso que ocurría en los cines de 23 y los proyectos escénicos de las salas de teatro. Hoy no me alcanza nada, siempre necesito más.
Cuántos de nosotros postergamos siempre el momento de la dicha, para cuando tenga esto, logre aquello, para si me sucede tal cosa, o si tengo más dinero.
Cuántas veces no se siente indeciso, desesperado en la espera de algo mejor, quitándole tiempo al tiempo para alcanzar una meta que no llega. Cuántas veces decimos que nuestra vida será superior después, será más placentera cuando nos casemos, tengamos mejor puesto, alcancemos mayor sueldo, seamos másteres o doctores, disfrutemos de las merecidas vacaciones, tengamos una casa, un carro, cuando haya condiciones para tener hijos, cuando los tengamos.
Cuántos pensamos que la dicha vendría al cumplir los 18, con el primer salario, con una computadora en casa, o al vivir independientes.
Los problemas, los deseos inconclusos, como la traída y llevada felicidad, tienen un raro efecto en todos: nos gusta complicarlos, contemplarlos hasta el cansancio para encontrar las condiciones idóneas, redondearlos, darles vueltas y más vueltas, hallarle la contrapelusa, la solución compleja.
Tal parece entonces que estamos a un instante de hallar la respuesta, de comenzar la felicidad, la vida «de verdad», un instante que nunca es tan pequeño como para que llegue pronto, ni tan largo como para que dure lo suficiente.
Siempre vemos los obstáculos antes que lo logrado, lo que hay que resolver, lo que nos falta para ser felices y no lo que ya tenemos. No se trata de renunciar con ello a perfeccionar la propia existencia humana, pero, ¿no se ha preguntado cuántas veces posterga cosas de su vida porque hay algún asunto por finalizar, momento que vivir, dinero que ganar?
Basta de esperar a tener la computadora, la casa independiente, las condiciones idóneas para criar a los hijos, el peso ideal, el salario soñado, el primer trabajo. Basta de postergar la vida: ella no espera por ti.
Y pensar que todo comenzó por un peso y una memoria flash…