No es nueva la frase, ni siquiera es el «agua tibia» del momento, es una intención reflejada años atrás, para desterrar ineficaces esquemas de gestión empresarial, control estatal y dinámicas sociales.
Los pensamientos, las representaciones, la llevada y traída mentalidad, como los valores, son generados en un largo proceso educativo y socializador desde todas las instancias: la familia, los grupos de relación, la escuela, el entorno, el trabajo, los medios de comunicación; son producto mismo de la sociedad en la que a cada cual le ha tocado vivir.
La mentalidad socialista no es la de una sola persona, como ente aislado, es la historia de vida de una nación, de un proyecto, de una Revolución, contada, recreada por todos, los de antes, los de ahora y los del mañana.
Pensamientos, valores, «mentalidad» no se cambian así como así, se enseñan, se inculcan, se crean, se transmiten de generación en generación, se proyectan en la conciencia del individuo y su relación con la sociedad, tras un período largo e ininterrumpido de asunción de símbolos, procesos y representaciones progresivas, de dinámicas escalonadas.
Por ello «cambiar la mentalidad» no puede ser un mandato de esos que se asumen y repiten sin saber cómo cumplirlos. Es imprescindible evitar el riesgo de convertir la cita en hueca, que lejos de aunar fuerzas para lograr una mayor conciencia nacional y progresista acorde con los nuevos tiempos, se vuelva, en algunos contextos, nicho de justificaciones, apologías y simulaciones de autocrítica.
Debe ser una alocución coherente y consecuente, convertirse en un propósito estratégico y multifactorial para articular renovadores —o quizá no tan nuevos, pero ya impostergables— pensamientos y proyectos de nación.
Un primer paso comprende el acercamiento, inducir el cambio desde las necesidades, la motivación; promover, concientizar la importancia de la transformación; articular estrategias en todas las esferas y estratos sociales; acercar las nociones a las expectativas e intereses de quienes deben y pueden cambiar esa mentalidad.
Pero para poder hacerlo, en primer lugar, hay que ver el cambio como una necesidad. Si no, se corre el riesgo de que no se interiorice cabalmente.
Es ineludible, igualmente, definir esa mentalidad deseada y sugerirla desde edades tempranas y en todos los espacios, no quedarnos en la superficie de la arenga movilizadora por enjundiosa que esta sea.
Para ello, hay que empezar por desarticular el discurso asumido en algunas situaciones de forma dogmática e incapaz de adherir y promover esta nueva mentalidad; oxigenar la, a veces, inadecuada educación que lejos de promover esta conciencia otra, la aleja aún más.
En la escuela, en las reuniones, en los diferentes espacios públicos no se puede promover «cambiar la mentalidad» cuando el alegato no es coherente con el escuchado en las casas, la calle, las conversaciones del barrio, los amigos e incluso hasta en los propios centros de trabajo e instituciones educativas.
La práctica diaria demuestra que se puede abogar hasta el cansancio por el «cambio», apoyarse en inverosímiles recursos comunicativos, repetir frases, datos y lemas, y, sin embargo, los actos llegan a ser la negación de la propia prédica.
Por otro lado, cambiar la mentalidad significa en todo caso haber tenido alguna respecto a determinadas dinámicas. Y en realidad, en no pocos espacios se ha carecido de concepciones precisas y se descubren ahora otras formas y lógicas de pensamiento. Así que, en algunos escenarios, en vez de cambiar, sería más prudente hablar de crear nuevas mentalidades.