Todo es muy aburrido, luego de escasos instantes de felicidad. No hay otra opción que habitar tu propia piel, seguir armando con la mayor travesura y alegría posibles el guión de tu finita existencia, en la cual muchas personas y circunstancias irrumpen e imponen sus designios e intrusiones.
Por momentos, he deseado zafarme de mí mismo y vivir otras vidas, como el pirata cojo de Joaquín Sabina; para volver a mí, renovado, después de ser José Martí, Mahatma Ghandi o Thor Heyerdhal. He soñado con la posibilidad de diferentes pasantías por este mundo, para ver si en las sucesivas reencarnaciones soy mejor persona y aprovecho más el tiempo, no repito mis errores y hago el bien con más talento y habilidad.
Siempre les he envidiado a los actores ese privilegio de trasmutarse en otros seres; en otras dimensiones que, en apenas tres actos sobre las tablas u hora y media de pantalla luminosa, recrean dimensiones libérrimas, no esclavizadas por los conteos regresivos del tiempo, ni por los grilletes del espacio.
Grandes de la escena, como la española Concha Velasco, han tenido la sinceridad y el coraje de reconocer el lúdico egoísmo de vivir otras vidas que subyace en la profesión de interpretar personajes ajenos, más allá de la técnica, de la dignidad artística y la vocación de actuar.
Algo parecido les sucede a los escritores: crean sus personajes, los lanzan a vivir por sí mismos en páginas tremolantes, y ya no pueden controlarlos. Esos padres terminan hechizados por sus propias criaturas, viviendo los impredecibles goces, tormentos y peripecias de sus hijos intelectuales. Sangrando por sus heridas.
Imagino que esas escisiones independentistas de las propias invenciones las experimentan también los cineastas, pintores, músicos… todo el que haya preñado la difícil matriz de la creación.
Y del lado de acá, a los comunes, ese público anónimo que conformamos los lectores-espectadores-oyentes, quienes disfrutamos absorbiendo la galaxia autónoma de la creación, al menos nos queda el goce de burlar las fronteras guiados por los insaciables ángeles y diablillos de la fantasía, esa única existencia que se escapa de las clavijas del espacio y el tiempo.
Confieso que gracias a esas incitaciones del nunca jamás, de niño me alisté en el bosque con Los tres cerditos, besé a La Bella Durmiente para luego, adolescente sin rumbo, ser Un capitán de quince años. Con los años, amé febrilmente a Marilyn Monroe, sufrí con Jean Valjean el amor escondido de los proscritos; corrí despavorido delante de aquellos primeros extraterrestres de Herbert G. Wells; y jugué ajedrez con la Muerte, de la mano de Igmar Bergman.
Pero al final desciendo de las fantasiosas nubes y vuelvo al hoy y al aquí. A las cuentas implacables, al haber y el deber con la vida que me tocó. Y reparo en que este transcurrir solo tiene sentido si, al menos, le insuflamos todo el hechizo de belleza y misterio, de bien y virtud, que resplandecen en aquella otra dimensión y no siempre se posan en el erial de este mundo.
A los envidiosos de la dicha ajena, a los aburridos maldicientes del prójimo, solo les aconsejo que se adentren en los mares de sus almas, leven anclas y hagan sus propios viajes a la Luna o al centro de la Tierra con la bondad como brújula, y el amor y la fraternidad como carta náutica. ¿A qué más, en la corta expedición por esta vida?