Bienaventurados sean los inventores verdaderos, esos seres especiales con raudales de patriótica tenacidad que consagran sus vidas a desplegar ingeniosidad y talento para el bien común. Junto a innovadores y racionalizadores, en haz de asociación, han constituido una importante fuerza productiva, aunque no siempre reconocida en toda su magnitud y cuyos aportes, las más de las veces, han compartido el mismo lecho con útiles investigaciones académicas: la gaveta del olvido.
Puede que esto último se deba en numerosos casos a la carencia objetiva de medios materiales para implementar lo que proponen. Pero también corre la sospecha compartida de que la superficialidad en el juicio, la negligencia, la ceguera ante la perspectiva y la mentalidad dependiente de los fulgores del mundo desarrollado, incubados en los aparatos burocráticos, han tendido a lo largo de los años continuos traspiés a la creación autóctona.
Tampoco faltan los pícaros aprovechadores, que escamotean el ingenio ajeno que les cae en las manos, y en lugar de enrumbar el esfuerzo nacional que genera riquezas y saberes propios, se gestionan los viajes al exterior, personalmente provechosos, para adquirir mediante divisas contantes y sonantes lo que podría llegar a producirse en casa. Quién sabe cuántas de esas creaciones, huérfanas de garantías de patentes legítimas, hayan ido a parar a otros sitios donde, con más recursos, fueron convertidas pronto en todo un buen negocio, a cambio de un magro plato de lentejas para un irresponsable insensible.
Estaríamos entonces en presencia de otro tipo de inventor, un canalla que «inventa», medrando con el invento que no le pertenece, y despoja a su país de una potencialidad de crecimiento, porque es de sobra sabido que aquel que deja pasar la oportunidad de convertir descubrimientos científicos y tecnológicos en resultados concretos, difícilmente impulse saltos autosustentables. Por el contrario, un sobresaliente y hasta paradigmático ejemplo nos viene proporcionando la producción farmacéutica cubana, que señala un camino a generalizar.
Lo que queda como subproducto en materia de inventores e inventos pertenece a una infame picaresca: la de sacar lascas jugosas a cargos y posiciones que se les confían de buena fe a inescrupulosos oportunistas bajo piel falsa, que «inventan» con cualquier cosa, desde transacciones tentadoras, hasta con el más sencillo trámite burocrático, pasando por el combustible que se escurre en virtud de mil malabares, o los artículos de consumo alimentario que desalmadamente se alteran a expensas de la salud y la vida de personas.
Esta calaña de «invenciones» se ha extendido en estos tiempos a los más disímiles terrenos de la vida cotidiana. Ya sea en las colas, cuyo orden se viola con total desenfado; mediante los precios y las pesas díscolos de agromercados que emulan con el sistema de «multas» de las tiendas y, por supuesto, nunca falta el sempiterno ausentista, una especie de larga data, capaz de hacer pasar por hospitales y funerarias a todos sus familiares y amistades con tal de justificarse.
Frente a uno y otro tipos de «inventores» toca a la justicia actuar con toda la severidad necesaria, junto al orden, la disciplina y la educación según corresponda.
Para los auténticos inventores, el reconocimiento y el estímulo de la sociedad. Y no solo eso: hay que identificarlos como una valiosa fuerza productiva que el país necesita, ahora más que nunca.