Mucho me he preguntado cuándo vi a Cayamba por primera vez, y cuándo fue la última. Aún hoy no sé si a este mágico ser lo presentí en mis sueños, o en algún lugar rincón de Baracoa, que es el más idóneo escenario para un personaje como él. La respuesta se diluye y sin embargo me alegra. No disponer de una primera vez ni de una última me deja un margen de encuentro. Me insinúa que está ahí, en cualquier parte.
Por eso, en Baracoa se sienten todavía su música, su palabra, su fluir y también su presencia y, con ella, la sensación persistente del encuentro. De lo que sí estoy seguro es de que traía la guitarra, que era parte de su fisonomía, y las «ristras de caracoles» ornamentando aquel raro uniforme que junto al sombrero alón completaban tan singular figura.
Lo conocí en su mejor forma, quiero decir, cuando estaba más repleto en sus acordes, más terminado; aunque más olvidado que otras veces. Luego vino lo otro: los recitales, la televisión, las invitaciones y esas cosas de la promoción que a él no le quitaron el filo. De haberlo conocido joven, en su arrebato, habría adivinado al músico entero que iba a venir; pero no me habría acompañado la mágica lucidez de su sabiduría última: la de aforismos, acordes y vuelos. Habría perdido también las tantas vivencias compartidas, logradas en ese buceo espiritual que es la poética de la amistad y que, con él, podíamos penetrar para crear otras imágenes que pertenecen al trasmundo, al entresueño, a la metáfora de lo que ocurre más allá de los espejos, de esa evocadora de otros mundos; con tal irracionalidad que no pasa por pasar la aduana del pensamiento, para llegar luego a la poesía, al mito…
Ahora me asiste entre muchas anécdotas esta. Fue durante el IV Festival y Concurso Internacional de Guitarra de La Habana. Era invitado especial, tendría que actuar en la sala Covarrubias del Teatro Nacional, su primera presentación en un teatro de verdad, a lleno completo. Desde mi butaca de espectador, al salir de entre bastidores lo vi más hermoso, más imponente, más seguro de sí. Sentí entonces un orgullo hondo, hasta donde el Toa no alcanza en sus aguas. Venía como de costumbre lleno de polymitas, de sombrero y de esa ingenuidad lejana como nuestra Baracoa. En su mano segura, la de los acordes, traía la guitarra vieja, tan cargada de embrujos y amor como él mismo. Entonces, pasó lo que pasó. Una luz fuerte, penetrante, impertinente, quiso alcanzarle el rostro. Imponiéndose a la atrevida, sacó la única mano disponible para evitar la ofensa. Entonces, pasó lo que pasó: un público capitalino soltó la carcajada más estridente escuchada en teatro alguno. Pero, como siempre, inmutable, ahora sin percatarse de lo sucedido, siguió hasta la meta con toda la serenidad de sus años y todavía evitando con aquella abarcadora mano la impertinente luz.
Ya sentado, comenzó despacio en su voz grave, una defensa que aún siento cerca: «Yo vengo de allá lejos, de un lugar lleno de verde, de aguas y montañas; traigo el ritmo y la cadencia de las polymitas, caracoles ingenuos, bellos y útiles al hombre. Sus colores son los del Caribe y con ellas traigo también un mensaje de paz, porque así es Baracoa, así es su naturaleza, así son sus hombres. Traigo, además, el eco de la presencia de José Martí que al llegar un día a mi tierra conmovido dijo: “La noche bella no deja dormir”».
En mi perplejidad, vi a un auditorio sabio levantarse de sus butacas para entregar la ovación más fuerte ofrecida a un artista. Luego, ya dueño de aquel primer teatro, vinieron las canciones, la guitarra regalada por el maestro Leo Brouwer y esos divertimentos que ocurren en un espectáculo.
Así pude conocer a los diversos Cayambas que él entregaba temprano y sin distinciones allá en el hechizo de sus relampagueantes ojos negros o en la precisión tan natural de sus acordes. Por todo eso y por tantas cosas más, desde esta esquina del planeta que ahora habitamos, en nombre de muchos hombres: de amigos e irracionales, de creyentes y mortales, de bisoños y profetas, de eruditos y ambiciosos, de honestos y los otros, de surrealistas y cuerdos, de ricos y sabios, en fin, de muchos hombres, te digo: Mariscal de guitarras/ tú estás ahí, en lo tuyo en alguna parte./ Por eso ven ahora, negro, coño, donde estés/ y siéntate a mi lado.
*Historiador, premio de Crónica Enrique Núñez Rodríguez 2009.