Dicen los etimólogos —que no son especialistas médicos, sino estudiosos del origen de las palabras— que el término «sabotaje» procede del francés «sabot», ese calzado que en español llamamos «zueco». A principios del siglo XX, unos obreros franceses en huelga colocaron sus «sabots» entre las líneas del tren, para impedir que se pudieran hacer los cambios de vía, y así obstaculizaron el tráfico hasta que fueron satisfechas sus demandas.
Algo parecido quiso hacer, décadas más tarde, el economista y Premio Nobel estadounidense James Tobin, cuando propuso imponerles una tasa a las transacciones financieras de cambios de divisas. «Echar un poco de arena en el engranaje demasiado bien engrasado» de estas acciones, principalmente especulativas, era el objetivo declarado. Con este «zueco» metido en el medio de la maquinaria, no se destruiría ni mucho menos la industria financiera, pero sí se retardaría y desestimularía un poco la especulación.
Solo con el diez por ciento de los 720 000 millones de dólares anuales recogidos con la denominada Tasa Tobin (un 0,5 por ciento de ganancia por cada operación), se garantizaría atención sanitaria, se eliminaría la malnutrición, y se suministraría agua potable a todos los que vamos de pasada por este planeta tan maltratadito.
La tasa, por supuesto, no se ha concretado jamás universalmente, fuera de algunas aplicaciones unilaterales. Pero por estos días ¡ha resucitado! La Comisión Europea le ha puesto traje nuevo, con su deseo de aplicar un impuesto a todas las operaciones financieras dentro de la UE, una manera de colocarle, si no bozal, al menos un collar a la industria financiera, pues las dentelladas que ha dado dondequiera que ha estado «suelta y sin vacunar» han causado la rabiosa situación de crisis en que, aún hoy, se debaten varios Estados europeos.
Los dividendos, aclaro, no irían a parar al Sur, sino al presupuesto de la UE, que hoy se alimenta de la aportación del uno por ciento del PIB de cada Estado miembro.
Tradicionalmente, a la hora de elaborar el presupuesto plurianual —el próximo es para el período 2014-2020—, se desatan las pasiones: «Que si yo doy demasiado», dice Alemania; «que si todavía necesito fondos europeos para equipararme», alega España; «que yo tengo que subsidiar a mis agricultores», recuerda Francia, y Gran Bretaña, donde no tiene gran peso la agricultura, exige: «Pues a mí hay que devolverme dinerito». De esta «pugna cordial», la UE saca el 70 por ciento de sus fondos. Si se aplicara la tasa deseada a las transacciones, Bruselas garantizaría con ella el 40 por ciento de sus recursos, que en el lapso 2007-2013 totalizan 862 000 millones de euros.
Claro, que para lograr algo así se precisa el acuerdo unánime de los 27, y de momento no se ve la intención. Londres, París y Berlín alegan que sería mejor que la UE gastara menos —según el diario español El País, los sueldos de los 50 000 funcionarios comunitarios no bajan de 5 000 euros mensuales; ¿tomamos lápiz y papel…?—, y se preguntan para qué serviría aplicar un impuesto así solo en Europa, sino para ahuyentar a las empresas del sector hacia otros sitios, y aumentar el desempleo local.
Lo de las abultadas cifras que van a bolsillos personales, se puede entender; pero ¿abstenerse de molestar a los especuladores para que no se marchen? ¡Si de todos modos las empresas se salen con la suya! En España, por ejemplo, se les ha concedido mayor facilidad para efectuar despidos, con la esperanza de que, viéndose más libres de obligaciones, creen puestos laborales. ¿Y qué ha ocurrido? Que si a finales de 2010 eran 4 696 000 los desempleados, ¡en el primer trimestre de 2011 sumaron 4 910 000!
No sirve, pues, el segundo pretexto, aunque lamentablemente puede ser el que más pese. Disciplinar un poco al sector financiero europeo no habría estado de más —incluso sería un buen ejercicio para, en el futuro, aplicar la Tasa Tobin original—, pero no hay que ser muy optimistas. Será mejor que los huelguistas vuelvan a ponerse sus zuecos y salgan de la línea, ¡que el tren les va para arriba…!