Alrededor de ese mobiliario, de apariencia común y corriente, y sin embargo tan visualizado en el devenir por la imaginación pictórica de grandes del pincel y el lienzo, incluido el genio Da vinci con La última cena, los mortales han preferido en todo los tiempos sostener sus encuentros más significativos.
Se trata de ese momento tan humano de compartir alimentos que ha perdurado como pocos a lo largo de los siglos, cualesquiera que sean las culturas que las configuren, y que comienza a cultivarse desde la cotidianidad familiar de base, entre las primeras y más influyentes células de la socialización. Y que por cierto se ha extendido hacia muy diversas formas de ritualidad de mayor alcance y participación, sin descontarlo tampoco como bienvenido pretexto para fortalecer relaciones y reparar entuertos o tratar de negociar, en la modernidad, lo que se teme innegociable.
En este punto lo fundamental nunca será la abundancia y variedad del menú, aunque si se puede, mejor aún, porque ni siquiera Lezama Lima, cuando en Paradiso dicta magistral cátedra de raigal cubanidad culinaria, para deleite aleccionador de lectores, nunca soslaya el valor superior de los contactos, los acercamientos y los diálogos inteligentes y enriquecedores entre los comensales.
Me inclino a creer que casi no existe novela alguna donde los personajes se inhiban de explayar anhelos, pasiones y conflictos alrededor de una mesa servida. Algo similar ocurre en continuos capítulos de culebrones y aventuras televisuales y en incontables filmes transmitidos por la pequeña pantalla.
Lo paradójico resulta que con más frecuencia de la que tendemos a reconocer y tolerar, muchos espectadores, sobre todo jóvenes y niños, los disfrutan desde el borde de una cama, plato sobre el regazo, hondo como escudilla, con todos los ingredientes mezclados y auxiliados solo por una cuchara-pala, asida cual si se tratara de una mandarria. O tal vez frente a un ordenador en solitario, a partir de la regla de que cada quien recoja su porción del fogón o del microondas, para después aislarse en compañía.
Quienes hemos vivido un poco más atesoramos en la memoria la hora establecida para la comida familiar, que nunca se iniciaba antes de que todos los que pudiesen estar llegaran, no importa el tamaño de su composición, ni que lo ofrecido y compartido fuera bien magro porque se tratara de un hogar pobre. En esa cita de todos los días aprendimos a conocernos mejor, y a interiorizar el valor de la cohesión solidaria, la necesidad de comunicarnos distendidamente, y hasta el buen uso de los cubiertos que también nos distancia de la garra animal.
Para responderse la pregunta de en qué punto comenzaron a perderse esas valiosas costumbres para todos los tiempos, pueden aparecer variadas teorías y justificaciones cómodas. Si la incorporación de la mujer al trabajo, si el sistema de becas, y hasta que si el período especial, con sus limitaciones, entre otras. Entonces cómo explicar el conocimiento que tengo de familias atravesadas por todas esas circunstancias, que han mantenido, sin embargo, sobre firmes puntales la mesa de los encuentros, o al menos reservado inviolablemente los domingos para que nunca desaparezcan.
Valoro cuánto los medios masivos, y en especial la televisión, puedan seguir haciendo a favor con sus mensajes de bien público, y por supuesto la escuela. Me uno al llamado necesario de la vuelta a la mesa.