Hace ya mucho tiempo acudí, con el ánimo de realizar un reportaje, a un cabaré «especial», acreditado como uno de los de mayores dimensiones del país y por el que habían pasado algunas de las figuras más importantes de la cultura cubana.
Cuando le pregunté al pulido administrador por los nombres de esos artistas famosos, se encogió de hombros. Cuando indagué por los fundadores de la institución, me contestó: «No sé». Y finalmente, cuando solicité las longitudes del recinto, las cuales en hipótesis constituían una carta de presentación, dijo: «Creo que están en la computadora; es que yo entré hace tres meses nada más».
Me retiré, entonces, preguntándome cuántos otros detalles imprescindibles desconocía aquel sujeto y qué cuerda especial podía atarlo a un cargo cuyo cometido social implicaba, en teoría, topar con cientos de clientes de distintos niveles y regentar eso que algunos llaman imagen.
Inferí que el llevado y traído «sentido de pertenencia», que debía comenzar por él, allí era más débil que su propia memoria. Que la identidad de la institución andaba perdida por el bosque —si no se la había comido ya el lobo. Y que el directivo probablemente estuviera para otra cosa, como decimos los cubanos, menos para asegurar el triunfo de su colectivo.
A la vuelta del tiempo la anécdota se me hace una serpentina en el cerebro. Y no precisamente porque hoy esté fuera de lo común, sino porque la he visto calcada, con simples matices de diferencias, en otros lugares más grandes o pequeños que aquel distinguido cabaré.
No hace falta una lupa gigante en estos tiempos para encontrar ejemplos de otros que desconocen las piedras identificadoras o la historia original del lugar que capitanean. Ni tampoco es tan complejo hallar a esos que olvidaron su función de servir con excelencia a la sociedad porque hicieron de su puesto una manera de conseguir beneficios propios y no un modo del sacrificio en pos de la colectividad.
He aquí, en esto último, aunque suene a retórica gastada, otro de los retos de la Cuba que se actualiza no solo en modelos y gestiones: renovar y restablecer la conciencia administrativa como muro de contención a la tendencia al «vivir» del puesto y al espíritu burocrático que ampolla la economía y los servicios.
Pese a su innegable actualidad, resulta, sin embargo, un asunto bastante viejo. Ya en septiembre de 1962 Ernesto Che Guevara nos alertaba de la necesidad de contar no solo con buenos cuadros políticos sino también administrativos y empresariales para que la nueva sociedad pudiera avanzar y triunfar.
Y exponía que en cualquiera de estas funciones el valor físico y moral del cuadro tiene que haberse «desarrollado al compás de su desarrollo ideológico». Agregaba que este ha de ser «un creador, un dirigente de alta estatura, un técnico de buen nivel político que puede, razonando dialécticamente, llevar adelante su sector de producción...» y que debía caracterizarlo «la preocupación constante por todos los problemas de la Revolución».
El propio Guerrillero Heroico subrayaba entonces los errores en los métodos de selección y acotaba que en cualquier cargo, mayor o menor, el individuo requería una constante superación y una incuestionable «capacidad de sacrificio».
¡Cuánto pudo haberse superado aquel personaje en tres meses sin necesidad de muchas escuelas! ¡Cuánto pudo haber aprendido de nuevos y veteranos! ¿Cuánto se sacrificó?
Una empresa gigantesca no la administra cualquiera, ni tampoco un pequeño cabaré. El Che explicaba el daño de las selecciones de «a dedo» y cómo puede influir negativamente la falta de prestigio y desconocimiento en la masa trabajadora.
A esas palabras del que en este junio cumpliría 83 años tendremos que volver una y otra vez con la mayor urgencia para «triunfar en el empeño», como él mismo decía hace casi ya cinco décadas.