Tiene que habernos mentido; o mejor, tiene que habernos ocultado cosas. Sus ampollas, por ejemplo. Esas ampollas de las que no habla en el Diario de Campaña estaban sin duda allí, flanqueando en islas de prisionera humedad los mismos dedos con los que el alborozado guerrillero le encontró palabras a la lírica de la épica, descubriendo, describiendo, caminos que los mejores prácticos de Cajobabo jamás anduvieron.
Once de abril. «Yo en el puente. A las 7½, oscuridad. Movimiento a bordo. Capitán conmovido. Bajan el bote. Llueve grueso al arrancar. Rumbamos mal.
«Ideas diversas y revueltas en el bote. Más chubasco. El timón se pierde. Fijamos rumbo. Llevo el remo de proa».
Ya se sabe; todos tripulamos alguna vez esa barca: César Salas remaba seguido mientras el general Borrero y Gómez, el Viejo inmenso, hacían lo que podían ayudando de popa bajo una Luna de roja mirada que iluminaba la noche con mambisa reverencia. Ángel y Marcos halaban el litoral hasta con la mirada, pero este cubano de tanta letra, este señor Martí, ¿dónde diablos habrá escondido las ampollas?
Él quiere que, por fin, le veamos llegar, sin embargo en las dos palmas reales que lleva en sus manos nos sigue ocultando algo. «Arribamos a una playa de piedras (…) Arriba por piedras, espinas y cenegal». ¿Cómo quedarían entonces esas manos?
Las ampollas no pudieron naufragar tan cerca de la costa. Los arqueólogos deben hallarlas, tal vez enterradas en la arena de la Playita, mezclada su salada sustancia —martiano drenaje a fin de cuentas— con la brisa del majestuoso litoral. Quizá simplemente las llagas del hombre ardieron pegadas a ese remo cuando la discreción recomendó incinerar la nave sagrada. O quién sabe si ellas reman para siempre entre Cajobabo y Dos Ríos, el tramo que todavía releemos constantemente, con la esperanza de cambiarlo.
Marcos del Rosario, el coronel dominicano de aquel sexteto de hombres que domaron el mar apenas con la muy terrenal brújula del patriotismo, lo recordaba en un retrato admirable: «Y el adivino, que se bía queda’o atrá sacándole el agua al bote, miraba pa’ lo oscuro con ojo de enamora’o…».
Puede que sí, que el asunto, el sonrojo, el complejo de mostrar esas ampollas en el Diario responda a enamoramientos. Esta Cuba, esta novia a la cual se había declarado en todas las formas posibles —y mire usted que él tenía formas— debía verle la hombría, compleja y completa, de los patriotas. Porque Martí no venía a decirle, sino a entregársele. No era cosa de ampollitas en las manos.
No obstante, ellas tienen que haber estado allí, vecinas cercanas del anillo-grillete de hombre comprometido con su Isla hembra; allí, sintiendo cada apretón de cada mano en esa campiña de campaña; allí, marcando de pequeñas redondeces el cabo del machete con el que trazó los trillos propios en la manigua; allí, en la latitud del índice que señalaba los pájaros nuevos y los árboles raros; allí, próximas al calor de un buche de café serrano; allí, bien al norte de su frente, arengando a la tropa; allí, timoneando la brida del caballo que le regaló José; allí, en el gatillo con que disparó feliz como Mayor General antes de caer en la tierra de Dos Ríos, para siempre inundada con el líquido de sus ampollas.