¿Qué habré escrito sin sangrar, ni pintado
sin haberlo visto antes con mis ojos?
José Martí (Carta a Gonzalo de Quesada, 1ro. de abril, 1895)
Con la pluma todavía húmeda de la misma tinta con que acababa de escribir algunos de los documentos que hoy se reconocen como columnas de su obra, inicia José Martí, el 25 de marzo de 1895, la carta a su secretario Gonzalo de Quesada, considerada como su testamento literario.
Después de haberle escrito a sus niñas María y Carmen Mantilla esta tierna certeza: «Una carta he de recibir siempre de Uds., y es la noticia, que me traerán el sol y las estrellas, de que no amarán en este mundo sino lo que merezca amor»; escribe a su madre este desgarramiento íntimo: «Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre»; y luego al amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal: «Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar. Para mí la patria no será nunca triunfo, sin agonía y deber»; firma junto a Máximo Gómez el Manifiesto donde se exponen los principios generales de la revolución que un mes atrás ha estallado en Cuba: «—En la guerra que se ha reanudado en Cuba no ve la revolución las causas de júbilo que pudiera embargar al heroísmo irreflexivo, sino las responsabilidades que deben preocupar a los fundadores de pueblos»; solo entonces dedica Martí, como «lista y entretenimiento de la angustia que en estos momentos nos posee», algunos pensamientos a su literatura.
Sorprende la dureza con que analiza, aunque a vuela pluma, su propia obra. Ningún verso suyo antes del Ismaelillo, dice, vale un ápice; de los papeles inéditos que dejó en la oficina al momento de abandonar Nueva York, no quiere que se intenten sacar literaturas porque «todo eso está muerto, y no hay aquí nada digno de publicación, en prosa ni en verso; son meras notas». Sobre Cuba, añade: «¿qué no habré escrito?: y ninguna página me parece digna de ella: sólo lo que vamos a hacer me parece digno».
Sin embargo, al ser traídos luego a la luz muchos de aquellos escritos, que su excepcional concepción de la belleza y del estilo los hace aparecer como obra menor en la carta que comentamos, la opinión de quienes se enfrenten a ellos puede ser enteramente opuesta a la del autor. Sucede que al sensibilísimo espíritu martiano nada le dicen las palabras cuando no fundan, cuando no ayudan a levantar al ser humano desde su simple condición biológica a la suprema condición de hombre.
No es de los que emplean las letras en echar fuera de sí la amargura que las tristezas inevitables de la vida y las miserias humanas habrán de provocar siempre en toda alma generosa. Sino de los que apuestan por la utilidad de la virtud y por la fe en la posibilidad de mejoramiento humano, porque sin esa fe no se puede ser jamás revolucionario cubano. Y este hombre no es solo un soñador, es también el que ha fundado un partido, quien se ha encarado a los veteranos de la guerra grande y, empleando como armas además de su verbo, la honradez y la ternura, los ha hecho deponer, ante el altar sagrado de la patria, todas sus diferencias y recelos para acatar el ordenamiento político de la guerra. Este hombre que ha sido traicionado y vilipendiado una y otra vez, se confirma a sí mismo en lo más rudo y delicado del combate porque no ha dejado de confiar en lo mejor del ser humano. Fácil hubiera sido dejarse ganar por la desconfianza y el rencor, pero esos venenos no tenían cabida en su corazón.
«Si V. me hace, de puro hijo, toda esa labor, cuando yo ande de muerto», dice a Gonzalo al comentar el posible ordenamiento de su papelería publica, le pide que «Entre en la selva y no cargue con rama que no tenga fruto», porque a él, después de haber conocido el ancho mundo por vivencia o estudio, no le quedaban dudas acerca de la identidad universal del hombre, y de que en todas partes de una manera u otra los problemas humanos serían en esencia idénticos.
No en vano un año antes había escrito en Patria, el 24 de octubre, su artículo Los pobres de la tierra, donde deja clara cual es su mayor aspiración personal respecto a Cuba: «—¡Qué placer será después de conquistada la patria al fuego de los pechos poderosos, y por sobre la barrera de los pechos enclenques, (…) entrarse, mano a mano, como único premio digno de la gran fatiga, por la casa del pobre y por la escuela, regar el arte y la esperanza por los rincones coléricos y desamparados, amar sin miedo la virtud aunque no tenga mantel para su mesa, levantar en los pechos hundidos toda el alma del hombre!».