Si escribiéramos las palabras temblor de tierra, sismo o terremoto en un supuesto buscador de información en la imaginaria intranet del anecdotario popular guantanamero, aparecerían de súbito miles de referencias a lo vivido este sábado a las 2:08 de la tarde.
Entonces empezaron a sacudirse, inquietos, los cimientos de nuestras existencias. En apenas diez segundos casi 500 000 guantanameros tuvimos la certeza de que también por nosotros doblan esas campanas que suenan en la vecina Santiago de Cuba cuando la tierra tiembla.
Con el movimiento telúrico de 5,5 grados en la escala de Richter, cuyo epicentro se registró muy cerca de la provincia y fue, según el Centro de Investigaciones Sismológicas de la Ciudad Heroína, el más fuerte desde la década de los 50, subió la adrenalina; casi un eufemismo cuando lo que debemos decir es que sentimos temor ante el carácter inusual, sorpresivo y traicionero de un evento como este.
Aun así en ese recuento cubano del fenómeno no faltarían las sonrisas y hasta el chiste criollo, aderezo de nuestro temperamento bromista, aunque las cosas se pongan feas de verdad. Pero el susto sirve para meditar y más que eso actuar previsoramente.
Dicen que quien último ríe, la carcajada le sabe a gloria, pero quienes en medio de la incertidumbre bromeaban desde sus balcones, o dialogaban animadamente bajo los cables del tendido eléctrico, pronto comprendieron, con la segunda y la tercera réplicas del sismo, que para fiestas hay tiempo.
Otros deben haber extraído sus propias conclusiones tras actuar sin pensar un poquito. Luis, un vecino de la cuarta planta del edificio contiguo a mi casa, tal vez no vuelva a echar abajo de un puñetazo la ventana de su cuarto para llegar más rápido a la calle: ya midió la altura y comprendió que se haría papilla si se tiraba. Lamentablemente algunos fueron más lejos.
Martica, otra vecina de los altos, podría decir hoy: «Yo estaba preparada para esto», aunque a la hora cero le echara manos a Luisito, el nieto, y literalmente rodara escaleras abajo. Su mérito radica en que atinó a cargar consigo la mochila con provisiones alimenticias y medicamentos que concienzudamente había preparado hace días. Este es el ejemplo a imitar.
Mientras escribo estas líneas debo levantarme de mi asiento, sacudido por otro «temblor»: el exaltamiento casi colectivo que se adueñó de la gente a las 9 y 15 de la mañana de este lunes, con el leve y casi imperceptible sismo de 2,8 en la escala de Richter, registrado por el Centro de Investigaciones Sismológicas.
Aunque suene a paradoja, la calma es el mejor antídoto ante el imprevisto fenómeno bajo nuestros pies. En cualquier circunstancia las estampidas humanas resultan más letales que la catástrofe misma. Lejos de contribuir entorpecemos si acudimos en masa, alterados, irracionales e irreflexivos, a los centros escolares o unidades asistenciales a «proteger» a nuestros hijos o enfermos. Más acentuado será el daño que causamos en la psiquis del menor de edad con exabruptos y exageradas reacciones.
Las autoridades, la Defensa Civil, los especialistas en el tema y los responsables en cada centro escolar conocen las medidas en cada situación y las están explicando a los alumnos para actuar conforme puedan presentarse nuevas manifestaciones de esta naturaleza: solo ellos tienen la voz autorizada y creíble para emitir mensajes. Lo demás, venga de donde venga, son rumores, muy perniciosos.
Y, por supuesto, no soy yo quien tiene la última ni la más apreciada fórmula contra los sismos sino, como está dicho, autoridades y especialistas en la materia, pero por lo pronto en casa hemos estudiado los sitios menos vulnerables a los terremotos y el plan de emergencia luego de la sacudida, la mochila proveída está a la mano y también la linterna con sus pilas por si las mil y una noches… Ojalá y la bendita calma nos asista a la hora, si llega, del tembleque. Porque como afirman los guajiros, cuando el río suena es porque agua trae, y si tiembla la tierra será porque se mueve.