La guagua nos vapulea. Ese P-4 repleto, como siempre, parecía querer escupirnos a todos. Apiñados, los viajeros tratamos de avanzar. Nunca alcanzo a sostenerme, pero como en la mayoría de las ocasiones, tampoco hace falta.
En el trayecto, los ánimos caldeados hacen estallar una discusión. Unos ruegan porque un frenazo anuncie la parada, otros participan en el «intercambio de opiniones en alta voz», la mayoría no presta atención… es solo un suceso más. Ricardo Montaner «ameniza» el trayecto.
Un señor se siente aludido por las palabras de la mujer con bata blanca. Ella arenga sobre la importancia de ser educado. Él no hizo lo que debía y le espeta: «Se le olvida que aquí hay demasiados problemas y, a veces, por ser cortés te buscas un rollo» y narra su historia a toda voz.
No es suficiente su razón para no dar el asiento a una embarazada, para virar la cara cuando trata de pasar una anciana o cuando una joven madre intenta subir y el molote no deja respirar a su pequeña. La ley del más fuerte. Todos quieren llegar. Una curva. Me voy de lado…
De repente el caprichoso recuerdo de aquel desconocido. Nunca supe su nombre, ni siquiera lo reconocería. Fue hace siete u ocho años. Un día lluvioso en la autopista. Un camión paró. ¡Al abordaje! Subí. Tenía frío. Otra vez no alcanzaba a sostenerme.
No sé si le pedí ayuda. Iba en un pie, incómoda, tiritaba. Tal vez se dio cuenta. Lo importante es que luego, todos los kilómetros que me separaban del puente, del camino, de la casa de mis padres, de la comida caliente y la cama, estuve protegida por su brazo. Ubicó mis bultos y cada vez que el camión frenó o saltó en un bache, él me sostuvo. Por cada soplo de aire helado que se colaba entre el hierro tuve su pecho para acurrucarme. Demasiado ruido para hablar. Tampoco intentó hacerlo. Pura solidaridad. Al final del trayecto solo me dio tiempo para las gracias entrecortadas. La mochila, la gente… bajarse puede ser tan arduo como subir. Él siguió su viaje.
Con los pies empapados, cuando me quedaba por caminar un tramo bajo la lluvia, todavía sentía la cálida sensación transmitida por aquel extraño. Así, sin pedir nada a cambio. ¡Ah! ¡Qué placentero refugiarse en un pecho!
La parada de 23 y 12 a la vista. Una señora a un costado y un joven que me indica cuál es la mejor forma de salir del P-4. «Este es el corredor aéreo», me dice y se ríe en medio de la bulla y la incomodidad. Al fin, se detiene. A empellones, salgo. Respiro. Me quedo con el recuerdo de aquel desconocido.