Por estos días de añoranzas académicas ante el inicio de mi vida laboral he vuelto a las páginas de Augusto Monterroso, ese prolífero escritor guatemalteco cuyas fabulaciones y ensayos suelen ser bálsamo contra melancolías.
Y digo he vuelto porque siempre que uno se acerca a la escritura de este grande, vive una suerte de reencuentro con lo necesario, a través de una prosa en la que no falta ni sobra nada, como si el autor no hubiese conocido el desequilibrio.
Entre las obras de Monterroso prefiero quedarme esta vez con un fragmento de esa pieza genial, compuesta apenas por cuatro párrafos, en la que el escritor, al referirse a lo breve, acaba cantando en grande.
Con frecuencia escucho elogiar la brevedad y, provisionalmente, yo mismo me siento feliz cuando oigo repetir que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
Tomo como pretexto la claridad en estas líneas porque bien valdría interpretarlas como un quejido literario ante tanta arenga hueca que resuena por doquier.
¿Adónde ha ido a parar el verdadero significado de la palabra síntesis? ¿Es que ya no se enseña a reparar entre el valor de un discurso bien argumentado y el ridículo propio de una perorata?
Todavía mantengo fresca una escena de mis años universitarios en la que un encumbrado catedrático aplaudió a brazo partido que una de sus estudiantes recitara varias páginas de un libro sin obviar ni un solo adjetivo, como si aquella latosa «declamación» le hubiese dado una medida del análisis realizado por su alumna.
Desanima saber que en muchas escuelas la concisión no es vista como un principio formativo de cabecera, ni como una exigencia de valor para el más simple ejercicio expositivo. Duele asistir hoy a la proliferación de tantos artificios expresivos, desbocados acrítica-mente en nombre de la brevedad, bajo el techo de no pocos escenarios académicos.
Jamás he olvidado aquella anécdota, repetida una y mil veces por mi profesora de Español de la Secundaria cada vez que en sus clases acabábamos divagando, y que ahora comparto a modo de resumen, con las «tijeras» del cierre en la mano.
Resulta que en una ocasión un guajiro hablador se brindó para pronunciar la despedida póstuma de uno de sus amigos. Justo en aquella hora final, el orador decidió hacer un recuento de lo que el difunto había hecho en vida: «Señores, hoy aquí despedimos a Juan, quien fue buen padre, buen hijo, buen vecino, buen carpintero, buen electricista, buen amigo, buen ordeñador de vacas… Al cabo de las dos horas hablando del fallecido, todavía aquel hombre no tenía para cuándo acabar, por lo que alguien le hizo un gesto con los dedos para que acortara aquella matraca. Pero el panegirista, al observar la seña, enseguida dijo: «Caramba, ya se me olvidaba, verdad que Juan también fue barbero».