Esta noche, mientras intento escribir una página para la sección del próximo sábado, asisto en la redacción de Juventud Rebelde a una escena tan divertida como conmovedora: mi colega Jesús ha pasado en cuestión de minutos de la seducción a la amenaza, de la súplica al chantaje emocional, del intento de compra a la propuesta de lealtad incondicional al estilo de los antiguos caballeros.
El destinatario de sus asaltos es Joseph, y el motivo de tan apasionado lance, un libro: una edición de 1989 del volumen de cuentos rusos Basilisa la hermosa, de la editorial Raduga, con sus tapas verdes y sus finas ilustraciones a color.
Según confiesa entre risas —pero casi a punto de lágrimas ante la negativa del joven caricaturista a cederle el tesoro de marras—, en un ejemplar idéntico descubrió el noble Jesús la magia de la lectura de la mano de Marlén, la bibliotecaria de su infancia, y desde entonces sueña con poseerlo.
¡Hasta recuerda fragmentos de un cuento! y nos lo recita de memoria, en vano intento de ablandar el alma del afortunado dueño, quien en defensa de su intransigencia habla de los valores estéticos de la obra y de su propio «noviazgo» infantil con esa historia de amor y magia tan bellamente contada.
Como tengo también mis debilidades librescas (ah, si encontrara de nuevo a Ronja, la hija del bandolero, que un día presté y no volví a ver) divago con placer por esta hermosa lid sin lanzas ni armaduras, sonrío ante sus canalladas, aplaudo la «ligera pero profunda e inacabable rabia» que entona Jesús ante la cercanía de su amado fetiche, celebro la sádica ocurrencia de Joseph de buscar en Internet si alguien vende un libro similar (y sí, pero fuera de Cuba y a un precio astronómico) y me parece ver un guiño feliz en la imagen de Martí de mi vieja agenda de trabajo.
¿Quién dice que los libros no se siembran? ¿Quién osa negar el alcance de esas veladas de lectura escolar en las que una voz adulta atrapa decenas de ilusiones infantiles y las lleva a galopar por la infinita espesura del saber, o más aún del querer saber, premisa y destino de toda esencia humana?
Si Aladino existiera, si su lámpara llegara hoy a mis manos a concederme tres deseos ahora mismo, el primero sería multiplicar por mil ese libro que conquistó tan lindamente el corazón de mis dos amigos.
El segundo tendría que dedicárselo a esos autores que todavía no logran publicar sus historias fantásticas por falta de recursos, mientras el mundo se atiborra de chismes y pornografía aberrante, y el último —con perdón de algunos científicos—, sería clonar a Marlén y repartir su voz por todas las escuelas de esta Isla, para que más muchachones peleen tiernamente por un cofre de letras y recuerdos.