Este miércoles Estados Unidos sigue respondiendo, pero aún con su estilo de cachumbambé. El Pentágono, que siempre ha mantenido una relación demasiado estrecha con las Fuerzas Armadas hondureñas, decidió «suspender su cooperación» con ese poder, pero hasta el momento se trata solo de aplazar las operaciones militares conjuntas que se estaban realizando.
Sin embargo, lo que pudiera ser interpretado como una buena nueva para quienes durante tantos años han denunciado la presencia de los soldados norteamericanos en Honduras y América Latina en general, viene acompañado de palabras tramposas que no le dan firmeza a la posición del Imperio: «seguimos monitoreando la situación y vamos a responder de acuerdo con el desarrollo de los hechos», dijo el portavoz del Departamento de Defensa, Bryan Whitman.
¡Como si todo no estuviera claro! ¿Qué espera la Casa Blanca? ¿Acaso no le es suficiente cómo un pueblo reclama incansablemente a su presidente? ¿O es que piensan continuar con su presencia militar cuando finalmente acaben de aceptar, sin tapujos, al estafador de Roberto Micheletti?
Entre 500 o 600 soldados estadounidenses radican en la base militar de Soto Cano, ubicada en la periferia de Tegucigalpa e instaurada allí en 1981, en plena era de Ronald Reagan y la guerra sucia contra la Nicaragua sandinista y otros pueblos centroamericanos.
Este enclave fue uno de los laboratorios donde Washington cocinó su guerra fría en el continente. Esos efectivos integran la Fuerza de Tarea Conjunta Bravo, bajo la autoridad del Comando Sur de Estados Unidos, la que además de encargarse de la «cooperación» regional, apoya las estrategias antinarcóticos —uno de los tapujos del intervencionismo norteamericano— y los «procesos de democratización», cuyo concepto en inglés no tiene nada que ver con el de la lengua de los pueblos latinoamericanos.
Dentro del amplio abanico de esa cooperación militar entran también los cursos de adiestramiento que pasaron militares como los generales golpistas Romeo Orlando Vásquez Velásquez y Luis Javier Prince Suazo, quienes el pasado domingo ejecutaron el zarpazo, y hoy dirigen la represión contra el pueblo hondureño que está en las calles exigiendo la inmediata restitución de Mel Zelaya. Estos gorilas conocen a la perfección las lecciones aprendidas de los maestros de la Escuela de las Américas.
Esa influencia en el sector militar y en tantos otros de la vida de la nación hondureña no cesó, aun cuando desde el 2006 ese pueblo conoce finalmente un mandatario que se ha propuesto cambiar la realidad nacional, sino que ha buscado adaptarse a las nuevas condiciones antes que claudicar en sus intentos por no soltar ese pedazo de tierra centroamericana que históricamente le sirvió de puente para maniatar a otros en la región.
Así, el hecho de que Zelaya anunciara que la base militar estadounidense Soto Cano sería utilizada para vuelos comerciales internacionales y que la financiación para construir la terminal civil correría a cargo de la Alianza Bolivariana de los Pueblos de Nuestra América (ALBA) ha sido considerada como un golpe seco para Estados Unidos que siempre encontró allí una casa para irradiar su hegemonía en Centroamérica. Esto ha sido denunciado por la abogada y escritora norteamericana-venezolana Eva Golinger.
Lo que sucede en Honduras le viene como anillo al dedo a Estados Unidos, porque la asonada pretende socavar el proceso de integración y unidad de una América Latina con la cual le sería muy difícil convivir a la potencia hegemónica del Norte, acostumbrada siempre a tener la última palabra.
Entonces, no nos asombremos si la Casa Blanca sigue usando su lenguaje tan confuso para referirse al golpe político-empresarial-militar. Los gigantes mediáticos de manera mucho más agresiva le acompañan. Y el objetivo sigue siendo uno: legitimar la fuerza, la violencia y la inconstitucionalidad. Para estos confabulados nadie puede dar un giro a la izquierda.