¿Se imagina estar caminando, al filo de las dos de la mañana, por un parque habanero envuelto en penumbras que un pobre farol no alcanza a rasgar, y de pronto sentir a sus espaldas el carnegallinesco aullido de un lobo?
Ni se vira a averiguar. Apura el paso, y nota algo húmedo el pantalón. Una lechuza lanza un graznido, y usted cierra los ojos momentáneamente, como deseando abandonar rápidamente el trance. Cuando los abre, ¡sorpresa!, un ser negramente encapotado lo está mirando de frente, y usted observa que el sujeto tiene un pequeño problema odontológico, tal vez por descuido de sus padres: dos colmillos le sobresalen de la mandíbula superior, y reflejan la escasa luz de aquel lúgubre paraje...
Basta, basta. Creo que se me ha ido la mano con Hollywood, aunque un documental que acabo de ver me avisa de que algo de «realidad» tendría la escena narrada. He descubierto que, en cierto concurrido lugar de esta misma Habana, no en la lejana Transilvania rumana, conviven algunos de estos «engendros del mal»: varios de los jóvenes entrevistados en el material del que hablo, muchachos como cualquier hijo de vecino, confiesan ante la cámara, unos, que son vampiros; otros, que hombres lobo; y aquel, al que aún no le ha salido ni el bozo, describe cómo se realiza un rito satánico «con una mujer preferiblemente virgen».
No me cabe duda de que, si el documental hubiera durado tal vez diez minutos más, hubiera tenido el gusto de conocer a algún caballero templario reencarnado, al mismísimo mago Merlín, y hasta a un bravo soldado romano de la legión del Patacón Pisao. Sí, porque allí había de todo, y en las conversaciones entre ellos abundaban, desde extrañas teorías acerca de las tipologías de vampiros, hasta explicaciones sobre la «onda» de estar deprimido (mientras más hecho tierra, mejor).
¡Qué diferente a mi época! Cuando éramos adolescentes, la cuestión el sábado era buscar dónde había un «güiro» (fiesta, según la traducción) para colarse a bailar «juanito» (sí, contemporáneos, ríanse) con Phil Collins, o a dar el «paseo lunar» con Michael Jackson. Otros, más espirituales, se iban hacia la colina de la Universidad, a brincar en un concierto de Moncada, o a la Ciudad Deportiva, a tararear a Pablito Milanés. Y así, todos teníamos nuestros ídolos musicales, por los que estábamos dispuestos a embestir a Mazantín el Torero si alguien nos ordenaba bajar el volumen.
Pero, sinceramente, no recuerdo a nadie de mi época al que la lógica inmadurez le diera por creerse hombre lobo. Ni que ilustrara con tanta emoción un rito luciferino.
Por supuesto, queda fuera de discusión que el mundo de los 80 no se parece demasiado al actual, de historias fantásticas y leyendas a la mínima distancia de un click en una computadora; ni era el tiempo en que cualquiera podía ver en casa una película que no fuera la ofrecida por la TV, la cual, por cierto, se ha especializado en poner el sábado por la noche lo peor de lo peor. Pero ese es otro tema.
Habrá que ver por qué —y eso les corresponde a los estudiosos de temas juveniles— algunos muchachos de este tiempo tienden a mostrar su natural rebeldía y deseo de diferenciación de modo más agresivo, es decir, en vertientes más relacionadas con lo oculto, con el empecinamiento en llamar bien al mal, y viceversa. La enajenación es mayor, y esto es irrebatible.
Quien crea que la tempestad es pasajera, puede tener alguna libra de razón. No cabe duda de que, con el agua y los años que van pasando bajo el puente, muchas de las fantasías y quimeras de la adolescencia y la primera juventud se quedan en el cajón, a medida que el ser humano madura su racionalidad. Pero no se puede menospreciar el hecho de que una persona voluble, una verdadera esponja para las influencias del medio social, como lo es un jovenzuelo, puede ser impulsado a actuar muy irreflexivamente en determinada circunstancia, creyendo estar procediendo bien.
Después, cuando el mal esté hecho, el carro del tiempo no tiene pedal para dar marcha atrás. ¿Lamentos entonces? ¿Arrepentimientos de adulto por el disparate de diez, 20 años atrás...?
Este es el momento, pero no para cortarle las alas a Drácula, ni afeitar al hombre lobo, que son libres para volar o para ladrar. Es el minuto de sentarse con ellos —aquí en Cuba, no en un remoto castillo rumano— a charlar, a indagar por sus necesidades, por sus perspectivas de futuro...
Y saber suplirlas.