Qué ocurrencias maravillosas puede tener el ser humano... Eso pensé hace no mucho, cuando al detenerme en un espacio de nuestra televisión me sobrecogió la belleza de la cinta El curioso caso de Benjamín Button. El filme, estadounidense, tuvo su estreno en el país norteño en diciembre del año 2008, y cuenta una historia insólita, solo posible en la imaginación frondosa de quienes seamos capaces de estirar los ensueños y figurarnos la posibilidad de que alguien nazca con el cuerpo de un anciano, haga su vida rejuveneciendo, y muera con apariencia de bebé.
Dirigido por David Fincher, con guión de Eric Roth y protagonizada por Brad Pitt y Cate Blanchett, entre otros, El curioso caso... se basa en una novela corta de igual título publicada en 1921. Su autor, el norteamericano Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), es considerado uno de los escritores más sobresalientes del siglo XX, como portavoz de la llamada Generación perdida, esa que en Norteamérica incluyó a los nacidos en la última década del siglo XIX, los que crecieron y maduraron a la dramática sombra de la guerra.
Es descomunal esa historia transcurrida en Nueva Orleáns, desde finales de la Primera Guerra Mundial hasta el siglo XXI, fruto de un escritor que, por cierto, tuvo una vida breve, cuyo tramo final estuvo marcado por el alcohol y encontró desenlace a lo eterno por una segunda crisis cardiaca. La película, cuya reposición en nuestras pantallas sería muy bien acogida, tiene como pórtico la extraña historia de un relojero ciego que pierde a su hijo en la guerra, y que en medio de su dolor fabrica un último reloj. En el acto de inauguración del artefacto, el pobre hombre no puede evitar compartir su deseo desesperado: si pudiéramos hacer algo que echara el tiempo atrás y nos devolviera a los seres amados que la vida nos quitó...
Y a continuación, mediante la lectura de un diario, comenzamos a conocer detalles de la misteriosa existencia de Benjamín. Un ser nacido con cuerpo y rostro de anciano, cuya madre muere en el parto, y cuyo padre, un exitoso fabricante de botones, lo deja abandonado, debido a su extraña apariencia, en las escaleras de un asilo de ancianos; allí donde Benjamín descubrirá con el paso de los años que cada persona es protagonista espectacular de su propia trama, y que la muerte es algo tan sutil y concreto como un piano que deja de sonar, una voz que ya no escucharemos, o un espacio que cambia de inquilino.
La lección que nos deja el personaje —quien reconoce haber nacido en circunstancias inusuales— es que la vida, simple y grandiosa, es nuestro gran suceso, y que el tiempo no puede atraparse, lo mismo envejezcamos o rejuvenezcamos a medida que la vamos disfrutando. Es fascinante ese hombre cuya memoria sí recorre un camino como el de todos nosotros: el de la inocencia al conocimiento. Y es por eso que el anciano Benjamín es muy desenfadado y alegre (como solemos ser en los primeros años de la vida); y el adolescente, muy sereno y sabio, con mucho de mundo recorrido.
La superproducción cinematográfica, donde se cuenta el ciclo entero de esa existencia peculiar, nos planta ante una interrogante de hondura: ¿Cómo usaremos nuestro tiempo? Sin dudas deberá ser con intensidad, como sugieren en el filme Benjamín y el amor de su vida, quienes permanecen impávidos, conversando en una cafetería a la intemperie, mirándose a los ojos, mientras los demás abandonan el lugar buscando abrigo.
El hombre puede hacer cosas sublimes —en vez de la guerra— pensaba yo mientras desgranaba una fábula tan bien contada, donde se nos propone ir despacio, sin atropellos, manejando los minutos como si viéramos desfilar entre los dedos un finísimo polvo de oro. Sé que alcanzar la armonía no es tan fácil. Pero sumergirse en certezas como las que desliza Benjamín mientras gana o pierde ilusiones, nos recuerda que vale la pena intentarlo. Me quedé con esa sensación a pesar de los últimos segundos de la película, cuando se ven subir las aguas provocadas por el ciclón Katrina, ese que en 2005 devastó a la ciudad del jazz. Esas aguas sordas que en el filme llegan hasta un almacén para devorarse al prodigioso reloj del artesano ciego, y que ya sabemos cuánto barrieron en eso que solemos llamar «la vida real».