LLEVO días acariciando un precioso libro, breve, del cual se imprimieron este año muy pocos ejemplares —apenas unos 200—; cuya lectura me ha dejado un sabor suave y terco en el alma. El ejemplar, artesanal, coronado en su lomo por un cordón de fibra de papel, es un homenaje a Agustín Pi, el profundo conocedor de las palabras, el miembro «silencioso» de Orígenes, quien bautizó como «El Turco Sentado» a las tertulias que los jóvenes poetas de ese grupo iniciaron en la casa de la calle Neptuno, en La Habana, allá por los años 40 del siglo XX.
Con la autoría de Cintio Vitier y Fina García Marruz, el texto, titulado Agustín Pi, el amigo absoluto es una maravilla que, teniendo como eje la linda vida de Agustín, nos ofrece la posibilidad de un diálogo con los dos prominentes intelectuales, cuyas ideas se van entreverando mutuamente, no solo para dibujar la naturaleza del amigo, sino también para deslizar verdades perdurables, de las cuales solemos apropiarnos para mejorar nuestra existencia, como esa certeza, que me ha llevado a escribir estas líneas, de que la amistad es un puente tendido hasta el final, cuya primera piedra se coloca en los días cándidos de la infancia, la adolescencia o la juventud tierna.
Deslumbra Fina, quien en su conversación habla de aquellas tertulias que tuvieron sus inicios en las temporadas de noviazgo de ella con Cintio, y de su hermana Bella con Eliseo. Fueron encuentros que seguían teniendo lugar cuando nacieron los hijos, incluidos los de Agustín, y que contaron con la ingeniosidad y hondura de seres como José Lezama Lima.
En aquellos encuentros, era como si la creatividad más inocente fuera la palabra clave: los amigos hacían poemas con frases sacadas de un sombrero (lo que se conoce como cadáver exquisito); o inventaban ópera; o se llamaban con epítetos que eran exactamente lo contrario de sus propias esencias. Ellos entendían que jugar, en el sentido más exquisito del término, le daba colores y sentido a los días.
Cuando Fina cuenta sobre Agustín —quien desde 1977 y hasta su jubilación trabajó en el periódico Granma con responsabilidades como jefe de la página cultural, corrector de estilo y miembro del Consejo de Dirección—, nos lanza la posibilidad de apreciar cualidades que nos hacen meditar: «Él no se parecía a ese tipo de conversador brillante, que expone principalmente lo que piensa, que dialoga con el otro. Lo de él consistía en una receptividad enorme. Era un lector insaciable, pero lo que más le interesaba eran las personas. Lo que más le llamaba la atención de la obra de José Ortega y Gasset era el propio Ortega, su carácter, y eso le ocurría con todo el mundo. Por eso los que conversaban con él no solo se sentían entendidos, sino atendidos».
Fina recuerda que Agustín hablaba de cualquier cosa: no tenían que ser importantes; y que las tardes iban pasando sin que uno se diera cuenta; por lo cual ella, cuando piensa en su amigo, se acuerda de Martí y de lo que él decía: «La vida es una corriente silenciosa». A Agustín, según Fina, «le interesaba la vida silenciosa, inadvertida, que en algunos momentos uno la siente con mucha intensidad, como un aroma».
No es posible contar todas las maravillas que un libro tan modestamente empalmado contiene. Acaso resaltar ese afán de Agustín, tan bien contado por Fina, de poner una mirada de advertencia, enfática, sobre la voracidad imperial, en un grupo de amigos antiimperialistas y martianos, pero donde él fue el primero en tener nítida conciencia de lo amenazado que estaba el mundo, de lo que sobrevendría, desastre del cual ni siquiera los imperialistas estarían a salvo.
Cuando se hace un libro; cuando se teje o levanta con la misma paciencia con que se levanta una catedral, con que se le ponen sus encajes, es como si los autores lanzaran los dados que seguirán rodando imprevisiblemente, pues lo que más adelante sucede con los lectores y las ideas que ellos van develando al paso de cada hoja, es un encuentro único, donde cada quien degusta y absorbe las verdades más apremiantes.
Fui tomada por una suerte de sortilegio al dar con el libro del cual hablo —que existe gracias al Centro Cultural Dulce María Loynaz, y que sería una verdadera fortuna del espíritu poder imprimir a mayor escala—; me quedé pensando en el color de esas tardes en que un grupo de jóvenes regidos por la sensibilidad levantaron su mundo, siempre reverenciando lo mejor de su Isla, siempre llenando el tiempo con la salvadora compañía de la buena cultura. Ese tiempo que Eliseo Diego dejó a todos en su testamento poético, porque en él nos va todo...
Y me quedé varada en ese espacio tan frágil, hecho de cuerdas invisibles, que es el de los amigos, allí donde todo fluye cristalinamente, donde no hay trampas ni trueques, desde donde puede erigirse esa otra familia soñada, y palpitan las criaturas hermanas que nos protegen como ángeles, que casi nos salvan, a veces con el simple gesto de extendernos un libro bueno.