Pese a ello no cabe dudas de que hay mucho de vernáculo, de bufo, en la tendencia cubana a los extremos. Tal vez deberíamos admitir que en el caso de esta isla detrás de un extremista no se esconde siempre un «oportunista», sino un «bromista». Aunque ya sabemos lo caro que suelen costarnos, a veces, las «jaranitas».
Acabamos de llegar a esta certeza los colegas que hicimos el viaje de ida y vuelta desde Las Tunas, donde celebramos el Día de la Prensa Cubana, el pasado 14 de marzo.
El periplo nos hizo entender que algunos humorísticos televisivos serían más agraciados si, en vez de inventar guiones a partir de la realidad, salieran a cazar sus absurdos. Estos nos saltaron a la vista como conejillos; y crea que cumplieron exquisitamente el principio tantas veces buscado —y raramente encontrado— de que las mejores carcajadas son aquellas que nos dejan pensando.
En la terminal de ómnibus avileña, por ejemplo, nos encontramos con un clásico para enfrentar el vandalismo que sufre por estos días el sistema nacional de telefonía pública. Alguien tomó allí la decisión de empotrar el aparato en la pared, de manera que el vándalo que pretenda hacer de las suyas, necesitaría al menos del famoso pico encantado de Meñique.
Ahora nos invade la duda de si a los técnicos les será posible abrir el equipo por la parte delantera para acometer cualquier emergencia reparadora. De ser así, ya no tendríamos que desgastarnos tanto en largas y extendidas campañas educativas, pues el gran contragolpe sería extender la idea de clavar los aparatos telefónicos como cajas fuertes en las paredes.
Si en aquella terminal nos topamos con un clásico «antivandalista», en la camagüeyana lo fue uno «proteccionista». En este caso, de los derechos del «vendedor», cuando en realidad deberían ser los del «consumidor».
En su cafetería un portentoso mural detallaba de cabo a rabo todos los deberes que competen a quienes pretenden recibir un servicio de excelencia; uno de los cuales es que quienes compran deben «desarrollar una conciencia crítica y autocrítica». Seguramente para estar en capacidad de determinar esa compleja e invisible línea que hemos trazado entre el buen y el mal servicio.
En aquel mural se incluía todo, desde las fotos de quienes conforman el Comité de Protección al Consumidor hasta los teléfonos de los funcionarios nacionales a los cuales acudir en caso de reclamos desoídos.
Solo que nunca estamparon los deberes del «vendedor». A no ser que se trate del primer paso hacia la clonación de alguna variante en la que gastronómico y usuario sean la misma «cosa». De lo contrario, solo fuimos testigos de otro insignificante olvido burocrático.
Aunque ya un poco viejos, el paseo nos sirvió además para descubrir uno de nuestros más genuinos inventos «colectivistas». Resulta que mientras los espacios para las tazas sanitarias guardan alguna privacidad, los urinarios en cambio fueron concebidos para la «exposición» pública. Es como si se pretendiera con ello acabar con los remilgos de los tímidos en una sociedad machista. El sesudo lamentablemente olvidó un detalle importante: en la carrera armamentista no todos los modelos fueron dotados de «cañón largo».
Otra de las sorpresas fue advertir que Cuba es uno de los pocos países donde inspectores y controladores no tienen que molestarse en salir a buscar a los violadores. En el caso de nuestros ómnibus —no importa la misión, la carga, ni el destino que lleven— son ellos quienes tienen que desviarse de su ruta para demostrar que no andan en malos pasos. Resulta que pese a nuestro ómnibus estar alquilado por la UPEC para un viaje especial, debió entrar a todas las terminales del trayecto para marcar tarjeta.
Entre tantos incidentes no sabemos qué hubiera pensado el Generalísimo, si en vez de recorrer Cuba a lomo de caballo en la segunda mitad del siglo XIX, lo hubiera hecho en las modernas Yutong del XXI. Al final del camino tal vez hubiera movido con incredulidad la cabeza, y pese a su recto carácter, no hubiera podido evitar una sonrisa.