Mientras esperamos por el nombre del fascista que nombrará George W. Bush como nuevo Fiscal General, la prensa norteamericana informa subrepticiamente que el FBI incluyó unas 20 000 personas en su lista de posibles terroristas.
Nadie dice nada de que Alberto Gonzales —la falta de ortografía en su apellido es tan flagrante como el ejercicio de su cargo al frente del Departamento de Justicia— será recordado si acaso por ser uno de los grandes estrategas de Bush para la implantación masiva de controles totalitarios, desde la vigilancia electrónica hasta la tortura, sin necesidad de modificar sustancialmente la infraestructura jurídica y la apariencia cosmética del sistema constitucional estadounidense.
Según Democracy Now!, la radiotelevisora alternativa que dirige y conduce la periodista Amy Goodman, «la cifra de los 20 000 nombres indica que el umbral para la identificación de sospechosos en los Estados Unidos es demasiado bajo y deja a miles de personas en peligro de que se violen sus derechos civiles».
Yo diría que más que un peligro es, desde hace mucho rato, una brutal realidad. El ex Fiscal General y el que venga, el ex jefe del Departamento de Defensa y el que sustituyó a Donald Rumsfeld, los ex directores de las 16 agencias de seguridad norteamericana y los que han venido tras ellos, todos parten del presupuesto de que nadie en este mundo escapa a la sospecha de ejercer el terrorismo, incluso cuando se demuestra lo contrario.
Hay cientos de evidencias y notas más o menos circunstanciales en la prensa que lo prueban. El Washington Post, por ejemplo, publicó el 25 de marzo, que la famosa Base de Datos de Identidad de los Terroristas (TIDE por sus siglas en inglés), creada a partir del 11 de Septiembre de 2001 con la integración de todas las agencias de Inteligencia del país, incorpora diariamente un promedio de 1 200 nombres de ciudadanos nacionales y extranjeros. Ahí van a parar todos los registros inimaginables, desde itinerarios de vuelos hasta cuentas de restaurantes, resultados académicos e identificaciones personales en los chats de internet. El TIDE tiene un solo defecto: después que ingresa el nombre allí es prácticamente imposible borrarlo del sistema, por la compleja maraña de permisos que se necesitan para eliminar un expediente ya iniciado.
«La Oficina de Rendición de Cuentas del Gobierno (GAO, por sus siglas en inglés) —dice la autora del artículo del Washington Post, Karen de Young— reportó que en el 2005, por ejemplo, solo fueron borrados 31 nombres».
Una de las fundamentaciones que amparan estas listas infinitas la ha dado David Rothkopf, quien fuera director general de Kissinger Associates Inc. —la empresa asesora de Henry— y actual director de uno de los principales tanques pensantes en nuevas tecnologías de Washington, la Intellibridge Corp. Este señor es un convencido de que solo bajo un control tecnológico total los Estados Unidos mantendrán su hegemonía y, dice, «es interés político y económico de los EE.UU. asegurarse de que si el mundo se dirige hacia un idioma común, este sea el inglés; de que si el mundo se dirige hacia normas en materia de calidad, seguridad y telecomunicaciones comunes, estas sean norteamericanas; de que si el mundo se está interconectando a través de la música, la radio y la televisión, su programación sea norteamericana; y que si están desarrollando valores comunes, sean valores con los que los norteamericanos estén cómodos».
Por arrogante que nos parezca, ese pensamiento revela que no es casual que coexistan 20 000 nombres colgados a una lista del FBI y un fiscal como Alberto Gonzales, a quien se asocia además con el escándalo del espionaje doméstico en su país. Fue él quien se encargó de presentar las justificaciones para convertir en Ley que la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), el más importante de los 16 organismos espías de los Estados Unidos utilizados en la «guerra contra el terrorismo», pueda rastrear las comunicaciones dentro del territorio norteamericano sin órdenes de un juez.
Sin embargo, la hegemonía norteamericana no está asegurada a largo plazo. Para bien o para mal, es insostenible un orden fascista que produce burócratas como Gonzales y listas como las del FBI. Lo ha dicho Herbert I. Schiller, uno de los más brillantes sociólogos estadounidenses y profesor emérito de la Universidad de California: «los salvajes desequilibrios que produce este sistema de poder corporativo/militar darán lugar a convulsiones que pueden terminar generando el caos absoluto u otro tipo de orden».