En Camagüey, Raúl ha tocado la vergüenza nacional, con un discurso muy complejo, en el cual debía sustentar con valor y serenidad las verdades de Cuba ante el agresivo vecino norteño, y al propio tiempo poner orden en el patio casero, sin esa obsesión enfermiza por ocultar el lavado de trapos del fisgoneo colindante. A fin de cuentas, lo importante es sanear la higiene política y económica del país.
Es trascendente que en día tan memorable, Raúl asumiera orgánicamente esa relación entre las gravitaciones externas e internas. Sí, porque las difíciles coordenadas en que ha pervivido la Revolución, generaron cierta propensión de algunos a separar la batalla del país hacia lo exterior de la que debe librar hacia adentro. Una dicotomía absurda, muchas veces excluyente, y que restringe la dinámica interna, como si no fuera una sola. A fin de cuentas, la mejor política exterior de Cuba, un país estandarte de buenas causas, se hace resolviendo nuestros propios problemas y estigmas.
Es inestimable que Raúl sometiera a la criba del juicio crítico múltiples asuntos cardinales de la economía y la sociedad, que validara el método de la crítica creadora como estilo permanente, el cuestionarnos —todos, de arriba a abajo— cuanto se hace, en pos de su mejoramiento; la dialéctica disposición a transformar concepciones y métodos anquilosados que obstruyen la dinámica social.
Esa vindicación del análisis honesto, inevitablemente impacta contra la malsana costumbre de la justificación de los problemas, a la sombra de las dificultades. Pero hay más, en otros cómodos silenciamientos que fomentan el conformismo, la doble moral, la simulación y el oportunismo; todos tan interconectados y con una capacidad de sobrevivir superior al genoma de las cucarachas.
El juicio crítico, cuando es honesto y se canaliza con voluntad pública, salva un país. Cuando se dificulta y obstaculiza, se empoza y emponzoña. Y ese es un saludable desafío que tienen por delante el Partido, el Estado y todas las instituciones. Un desafío que tenemos todos los cubanos para salvar la Revolución no en consignas, sino con resultados palpables.
Solo detectando a tiempo nuestros propios problemas y resolviéndolos con el concurso de todos, saldremos adelante de tantas adversidades, en las que se entremezclan problemas ineludibles como el bloqueo norteamericano, las duras reglas del mundo de hoy y las dificultades económicas; con insuficiencias de nuestras políticas, relajamientos, asuntos estructurales de la economía que requieren estudios y redefiniciones, ciertas purulencias económico-sociales no desdeñables y otros cabos sueltos por donde se nos escapa y naufraga más de una buena voluntad.
No es fortuito que Raúl, en sus palabras, llamara a mantener la unidad nacional y a aprovechar las potencialidades de una sociedad socialista como la cubana, y al propio tiempo vindicara la crítica, el oxigenante debate y protagonismo popular como pilares de nuestra democracia, que para nada requiere de etiquetas ajenas.
Ya Fidel, el 17 de noviembre del 2005, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, alertó preclaramente sobre el peligro que corre la Revolución de desarticularse internamente. Y no se sintieron posteriormente, en toda su fuerza, el debate público y la dinámica señal de enfrentamiento a nuestras propias torceduras. Muchas estrategias se llevan adelante silenciosamente, sin el concurso popular que Fidel siempre ha defendido y Raúl reafirmara este 26. Y esas lentitudes se generan cuando aún perviven muchas toxinas en el tejido social.
A estas alturas, he llegado a preguntarme si la «conflictiva», que a la larga «le hace el juego al enemigo», no será esa burocracia que no quiere pegar los oídos ni abrir los ojos, alérgica al sentir popular y al saneador efecto de la crítica limpia, el imprescindible requisito de la buena obra.