Las tardes de mayo, para mí, eran mágicas. Al primer aguacero mi casa era un teatro. Su techo «cantaba», como el órgano oriental, esa retahíla de notas que, incluso a veces desafinadas, intentan hilvanar una melodía antigua.
Las palanganas por doquier se abrían, como hongos, para tragarse cada gota de agua que traspasaba aquel agujereado «cielo» de cinc que nos cubría y no quedaba otra opción que mirar, parados en la puerta, cómo pasaba de apurada la señora lluvia por aquel intransitable camino sin alcantarillas, para convertirse en mínimos ríos o en cataratas; mientras uno se preguntaba adónde iba a parar aquella «loca» que ablandaba nuestros juegos callejeros.
Era como si el Sol, galopado por la impertinente lluvia, nos devolviera, a grandes y a chicos, una fiesta extraña; una mezcla de júbilo y ganas de llorar que nos mojaba por dentro con una nostalgia irresistible; a la vez que anunciaba el despunte, como pechos de adolescente, de las guayabas y de los marañones.
Como para espantar la tristeza, las madres todas gritaban a sus chicos: «¡Vamos a hacer barquitos de papel!» Y ya sabía la Bohemia, el periódico del día, o el cartucho de bodega, que aquella noticia era su pelotón de fusilamiento. O, mejor dicho, su metamorfosis en un viaje de aventuras que les convertía, por azar del agua, en barcos sin timoneles, corriendo a la deriva, a estrellarse contra las piedras de la calle en el mejor de los casos, o a perderse, como el Soldadito de Plomo, por las oscuras y misteriosas alcantarillas con sus ratas.
Era un momento indescriptible. Una marca de agua en el corazón que no borran siquiera los infartos. La madre convertía sus hábiles manos en astillero y los hijos fijaban sus ojos en aquellos dedos volanderos para tratar de adivinar, en cada doblez, la pericia marinera que no se aprende en los colegios.
Terminado el barco, era el momento solemne de colocarle en la corriente. Y aunque no había champán para romper sobre su proa, poníamos cara de capitán y le deseábamos buen viaje a su tripulación fantasma, cuando mirábamos cómo se perdía en el paisaje, corcoveando el barquito, como corcel escapado de corral.
¿Quién puede olvidar aquellas tardes de baño bajo la chorrera del techo, de limpieza infinita del churre adolescente, si la nobleza de la lluvia permitía que el jabón nos acariciara como un violín bien afinado? ¿Quién, díganme quién, puede prescindir del rito, al final del aguacero, cuando, agazapados en la felpa de una toalla y frente al banquete de un café con leche, tratábamos de pescar los trozos de galleta como botín de aquel naufragio?
También mayo me permite un homenaje. Tuve un tío, «tío Lile», que no dejaba de mirar al cielo. En su sitio, allá en Las Villas, se le morían de sed sus melones y las chirimoyas, como vacas flacas, no daban su jugosa y dulce leche. Mas él, con aquel endiablado optimismo que le acompañó a otra vida (donde espero le haya llovido en abundancia), fijaba su vista en cada nube como si se tratara de la codorniz a cazar, y decía: «¡Tú vas a ver que hoy sí llueve!».
Y creo que, si me dejaran, junto al busto de Romañach, el pintor cubano que también nació allí, le erigiría un monumento a la esperanza, a aquel hombre que murió mirando al cielo, rogándole quizá a Dios que lo partiera un rayo para, al menos, suscitar una noticia en aquella olvidada comarca, sembrada alguna vez, sobre la seca roca.
Es el quinto mes del año y, ahora, todo es una áspera locura. Los ríos verticales se burlan del calendario y llegan cuando les viene en gana, y casi están en veda las madres que dejaban quemándose los frijoles sobre el fogón para construir toda aquella flota de cariño. Y no sé si echarle la culpa al calentamiento global o a esa modernidad que nos deja, a veces, secos y con unas ganas enormes de llorar porque nos devuelvan aquellos aguaceros.
Ando por una isla del Caribe donde jamás llueve; si acaso una llovizna. Pero mis manantiales corren por dentro. La nostalgia me moja con la memoria de una madre que me enseñó a hacer barquitos, a mandar secretos y deseos en ellos, y a dejarlos ir por las corrientes de esa agua «loca» hacia un destino desconocido como el mío.
Es mayo. Desde otra orilla no logro saber si, ahora, llueve en Cuba, pero pienso que nadie debe privarse de esa fiesta marinera que nada cuesta y tanto de sabor deja en los hijos. Mientras, lanzo a este mar de letras mis remembranzas por aquella enorme canción que, desde mis días sin brújula de la niñez, me hizo grumete de la vida: «“Mamá” yo quiero que tú, me enseñes a navegar, por esos mares del mundo, que tú has transitado ya...»