«Blair-mentiroso», exclamaron millones de británicos opuestos a la agresión contra Iraq, suceso que marcará negativamente el legado del saliente premier. Foto: AP. Se va Tony Blair. El primer ministro laborista anunció ayer lo muy esperado: el 27 de junio abandonará Downing Street número 10, la sede oficial de los jefes de gobierno británicos, para cederla a otro.
Este «otro», con probabilidad cantada, será el ministro de Finanzas, Gordon Brown, el mismo a quien lo unió una fuerte amistad a principios de los 90, cuando ambos pactaron que Blair estaría en el puesto, como máximo, dos mandatos, para después apartarse y darle lugar a él. Pero la palabra no se cumplió. Blair fue primer ministro por tres ocasiones consecutivas desde 1997, y las caras se alargaron.
En lo económico y social, será recordado por su «Nuevo Laborismo», una fórmula para darles a las recetas neoliberales un rostro político más amable. La estrategia fue tender la mano a las empresas y alejarse de los trabajadores, quienes creyeron que los laboristas eran la feliz opción «de izquierdas» para mejor preservar el Estado de Bienestar. Una vez al mando, Tony no lo pensó demasiado y desligó al partido de la influencia de los sindicatos.
Cierto: la economía británica es hoy de las más dinámicas en Europa. Aun los indocumentados iraquíes y afganos se esconden entre la espesura de un bosque cercano a Calais, en el norte de Francia, para intentar abordar algún medio que los lleve a la otra orilla en busca de trabajo.
Pero si durante la era de Blair se crearon tres millones de puestos laborales, las cifras no reparan mucho en la calidad de estos. Un análisis de Chris Talbot en World Socialist, recuerda que la reducción del paro fue posible mediante la multiplicación de empleos mal remunerados y un retroceso en las prerrogativas de los obreros.
En salud y educación —las pregonadas prioridades de Blair— también se complació al capital. Según las periodistas Hannah Caller y Susan Davidson, diez años de laborismo significaron la clausura de hospitales de maternidad, la escasez de enfermeras (se gradúan, pero no hay plazas para ellas), el cierre de servicios en los hospitales públicos, la reducción del número de guarderías infantiles (mientras las privadas aumentan) y la entrega de fondos millonarios a compañías que hacen su botín en la gestión de colegios.
Como se ve, algunas ideas cambiaron en aquel joven que el 6 de julio de 1983, ante el Parlamento, se definió como «un socialista, (...) porque creo que el socialismo se corresponde más con una existencia racional y moral; por la cooperación, no por la confrontación; por la camaradería, no por el miedo. Por la igualdad».
Si el entonces ebrio George W. hubiera sintonizado ese día la BBC, seguro habría creído que se trataba de Radio Moscú...
Y ya que hablamos del huésped de la Casa Blanca, algo que marcó infaustamente a Blair fue haberlo secundado cuando se le ocurrió invadir Iraq en 2003. Todavía el primer ministro intenta convencerse de que fueron a Iraq «basados en las evidencias con que contábamos en ese momento» sobre las «armas de destrucción masiva» de Saddam Hussein.
Sin embargo, la «inocencia» de esta excusa fue despedazada por los expertos antes de la guerra. El norteamericano Scott Ritter argumentó que Iraq no podía fabricar bombas nucleares en cuevas, ni almacenar por años armas químicas o biológicas, sin que se deterioraran o fueran descubiertas.
Pero Blair, embullado por George, metió a su país en el avispero, sin el respaldo de la ONU y contra el criterio de millones de sus coterráneos. Las «terribles armas» no asomaron jamás la testa, cientos de miles de iraquíes se han convertido en cadáveres, y otro tanto ha sucedido con 148 soldados de Su Majestad. ¿Valió la pena, Tony? Dirás que sí —«hice lo que creí correcto»—, pero en el fondo lamentarás por siempre una pifia tan colosal...
Desgraciadamente, el 7 de julio de 2005, en Londres, 52 inocentes pagaron con su vida la ira que suscitaban los atropellos contra Iraq. Tales ataques terroristas, del todo condenables, fueron cometidos por militantes islámicos que repudiaban el maridaje político de Blair con un presidente que bombardea y tortura donde se le antoja. Y que ahora debe estar de lo más triste —«¡snif, snif!»—.
De vuelta al plano interno, algo positivo fue la creación de un Parlamento en Escocia y una Asamblea en Gales, lo que supuso otorgarles a esas naciones —integrantes del Reino Unido— competencias en agricultura, salud, vivienda, transporte y otros asuntos. Tal grado de autonomía hizo posible que el 3 de mayo, en Escocia, triunfara un partido que aspira a celebrar un referéndum por la independencia.
Y para cerrar el telón, Irlanda del Norte. El conservador John Major puso los cimientos, pero fue Blair quien armó, junto con otros actores políticos, un acuerdo de paz en 1998 entre independentistas y probritánicos.
Tras muchos desvaríos desde 2002, el 8 de mayo se restableció allí el gabinete autonómico. Para respiro de los ciudadanos, sí, pero también de Tony, anszioso por irse de Downing Street —como decíamos en un comentario previo— con alguna buena huella que rememorar.
Aunque los británicos pobres, los iraquíes y los afganos bombardeados, no lo recordarán precisamente por Irlanda...