La montaña y la ardilla combatieron verbalmente. La primera, reina de la belleza y la esbeltez, echó en cara a la segunda su incapacidad para soportar los árboles en los hombros y su intrascendente tamaño sobre la tierra.
Mas el animalito, sin amedrentarse, le contestó: «Si no soy yo tamaña/ como usted, mi señora la montaña/ usted no es tan pequeña/ como yo, ni a gimnástica me enseña». Y remató la discusión con una sabia sentencia: «Difieren los talentos a las veces/ ni yo llevo los bosques a la espalda/ ni usted puede, señora, cascar nueces».
La fábula del poeta y filósofo estadounidense Ralph Waldo Emerson, traducida y reelaborada por Martí para La Edad de Oro, me llega ahora a la memoria porque en estos tiempos de evolución he atisbado a decenas de coterráneos que, como aquella montaña presumida, creen traer el universo a cuestas.
Caminan por la vida jactándose de un cargo, de una profesión, de un supuesto atributo corporal o del capital que le permite colgarse cien «gangarrias» al cuello y hacerse de unos pararrayos bucales, quiero decir: de unos dientes metálicos.
Van inflados por el mundo, como en levitación perenne, engreídos, menospreciando a millones de ardillas laboriosas que no quieren o no pueden hacerse de un puesto, una lentejuela... un caudal.
Siempre existieron; pero desde la irrupción de la llamada economía emergente, la devaluación de determinados valores y la nefasta introducción de algunos patrones del consumismo, las personas con complejos de montaña aumentaron geométricamente en Cuba.
Por los aires de esta tierra anda una antigua compañera de estudios que no me ve ni me siente aunque le pise los calcañales y le guiñe un ojo. Habla con presunción de otras geografías, le incomodan los olores del barrio que respiró hasta ayer y piensa, primero que todo, en los manteles de oropel.
Por los caminos de este reino transita un ex guajirito, conocido de otro tiempo, que convertido en gerente le pica demasiado el sol cuando sale del acondicionador de aire, lleva el celular en el bolsillo hasta para botar la basura en la esquina; sueña, como en los tiempos medievales, con casar a su hija con un rey o un duque («un tipo de billete, de clase») y se infarta cuando alguien en broma le pregunta: «¿Y si se enamora de un mecánico?».
Por las calles de esta nación trota una prostituta que, habiendo «triunfado» en su planeta, le dan náuseas los pobres de su cuadra que usan «perfume de catre», no fuma Criollos ni monta en camiones porque ya sabe de la «excelencia» de lo «yuma»
Por ahí caminan un jefe que no saluda a nadie, un empresario barrigón de cervezas de latica, una planchada dependiente de shopping... Hay muchos más ejemplos. Y otros prototipos de prostitutas, gerentes y profesionales que se contagiaron con la filosofía de la colina, aborrecedora de los personajes en apariencia minúsculos. Hay más que trastocaron sus costumbres proletarias, sus conceptos de la simpleza o la gloria y se fueron encandilando con la altura hasta convertirse en nubes.
Los habrá siempre así; parece una ley inevitable. Sin embargo, la encrucijada, dificilísima, para las ardillas consiste en no dejarse tentar por el fantasma que les aconseja al oído apropiarse de la doctrina de la montaña.
El problema y el dilema para las ardillas radica en seguir siendo ellas mismas, aunque los éxitos ilusorios o los tamaños descomunales de otros les obnubilen de vez en cuando la mirada y el cerebro.
La piedra angular para las ardillas está en calcular que, al final, polvo y paja serán las montañas, los emperadores y hasta las mismísimas estrellas. Está en poder ser como aquella ardilla necesaria de la fábula de Emerson, capaz de combatir desde la humildad, sin bajar la cabeza, contra cualquier cumbre, aún cuando esta lleve los bosques a la espalda.