Vivir es estar amenazado de muerte. No hace falta atribuir esa máxima a ningún filósofo griego, ni empeñarse demasiado en demostrar lo corta y azarosa que puede resultar la existencia.
Todo puede ser peligroso; hasta caminar, como dice un amigo. Pero ofrendarnos al insaciable Hades —Dios de los Muertos—, sin que nos haya invocado, es cosa de orates. Andar por la vida obliga a medir las consecuencias de nuestros actos temerarios o imprudentes.
Un reciente viaje nocturno en auto por la Carretera Central me puso ante esas cavilaciones. En el tramo de vía entre la ciudad de Bayamo y el municipio santiaguero de Contramaestre el susto fue mi terrible compañero.
Las bicicletas parecían fantasmas que me emboscaban en la oscuridad de la noche. Más de 50 conté, y ninguna portaba el dispositivo reflectante que advierte su presencia a otros choferes de vehículos; un requisito indispensable en la circulación nocturna, según la Ley 60 del Tránsito en Cuba.
Contra lo normado en ese Código, más de una vez aparecieron ciclistas llevando personas en el «caballo» de la bici, y hasta sobre el timón, otra frecuente y no menos peligrosa «diversión» a la vista de todos en nuestras avenidas.
La comparsa irresponsable también tuvo como protagonistas a conductores de carriolas y carretones. Ninguna iluminación de farol o «chismosa» orientaba su rumbo en la oscura carretera, resentida por los baches del tiempo.
Tampoco faltó el tractor de focos apagados, cuyo negligente timonel, confiado en su pericia o «experiencia» en andanzas violatorias del tráfico, transitaba como Pedro por su casa en pleno apagón.
«El golpe siempre avisa»: el chofer, en una peculiar iniciativa para tranquilizar mis nervios, puso un toque de humor negro a la travesía. Tantas situaciones de peligro injustificado en menos de una hora de viaje, demuestran el espíritu de jungla que prevalece en numerosas arterias de Cuba.
Asusta la conducta temeraria de muchos choferes que parecen satisfacer su ego cuando atemorizan a peatones y bicicleteros —si bien estos últimos también suelen ser muy imprudentes—, cierran la vía a otros, adelantan indebidamente en las curvas, o lo hacen casi rozando con el que viene de frente.
Cualquiera se percata de que un pensamiento anárquico domina en las autopistas y arterias; y es, en gran medida, responsable de la accidentalidad en el país. Cifras hechas públicas recientemente revelan que en el 90 por ciento de los accidentes de tránsito prevalecen los errores humanos, y no precisamente por aquello de que «errar es de humanos».
Equivocarse al timón de un vehículo en muchos casos está condicionado por las archisabidas irresponsabilidades de conducir bajo los efectos del alcohol, exceso de velocidad, adelantamiento innecesario... causas de lamentables tragedias que, aunque reiteradas, no acaban de calar en el raciocinio de quienes manejan.
Una cosa es no estimar la vida propia; otra bien distinta es irrespetar la de otros. No siempre es posible encomendarle al prójimo nuestra propia seguridad, aunque las autoridades del Tránsito pueden ser más sistemáticas en hacer cumplir las regulaciones. Sin maratónicos apretones de tuercas.
La vida ya de por sí se escapa en segundos. Y en ese trance somos, a veces, nuestros propios adversarios. No es cosa de cuerdos incitar a Hades.